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Daymara Orasma: collage y ancestros campesinos

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Lo primero que me llamó la atención de la obra de Daymara Orasma (Güira de Melena, 1987) fue la reaparición de la temática rural, algo que estuvo muy presente en la plástica cubana de la década de los 70.

Bajo el influjo de las profundas transformaciones que se venían operando en la sociedad de entonces, muchos artistas, hoy nombres imprescindibles de nuestra plástica, acudieron a la exaltación del campesino. Fue un movimiento que, si bien no partía de Servando Cabrera, sí tuvo en él, con sus macheteros, un punto de muy alto valor estético.

Guajiros hicieron Chocolate, Fabelo, Nelson Domínguez, García Peña, Paneca y muchísimos más. Luego, lo que había sido tendencia, fue replegándose, como es habitual, y cada artista encontró su camino personal, tanto en lo estilístico como en lo temático.

Daymara reproduce escenas campesinas. Con aliento costumbrista va plasmando los personajes y las situaciones de un reducido grupo humano: la familia. Es la cronista de su venero. No romantiza, no reinterpreta, hace la crónica del día a día en la esforzada labor de sacarle alimento a la tierra. Y todo eso a través de un prisma realista.

Lo otro que me interesó de su trabajo es que las piezas son, de punta a cabo, collages. No a la socorrida manera de insertar imágenes ya concebidas en superficies que luego serán tratadas de manera pictórica. Ella dibuja, pinta, con el papel que va recortando, y logra texturas y degradaciones de colores verdaderamente virtuosas.

Hasta mi casa vino Daymara. Y conversamos.

En tus inicios estudiaste en el Centro Experimental de Artes Plástica José A. Díaz Peláez, donde ejerces como profesora. En los 80 fue una institución educacional de referencia, con mucho prestigio. Entonces componían el claustro, entre otros, Zaida del Río, Pepe Olivares, Jorge Rodríguez, José Franco, Edel Bordón… ¿Cómo fue tu paso por 23 y C? ¿Qué fue del espíritu experimental de aquellos años?

En 2008 participé, en la categoría de joven, en el concurso “Donde crece la palma”, y allí, en 23 y C, se recepcionaban los trabajos. Fui premiada, y mi obra se expuso, junto con otras, en el pasillo del Centro. A partir de entonces comencé a recibir talleres de pintura con la profesora Yanaika Humpierre.

Mis collages de ese tiempo eran bastantes primitivos, en cuanto a composición y uso del color. Yo los llevaba a la clase para mostrárselo a la profe, y ella llamó al director, Ahmet Gutiérrez, quien le dijo que para fin de curso se iba a hacer una exposición de los alumnos graduados en la galería, y que le gustaría que mi trabajo se expusiera ahí.

En ese momento conozco a Gólgota, que era profesor allí; él elogia mis obras, y comienza una relación de profesor a alumna muy cercana. Me enseña su método de pintar, cosa que le agradezco infinitamente. Bajo su mirada avancé mucho. Yo misma me sorprendía con lo que iba logrando. Sin las enseñanzas de Gólgota me habría demorado al menos diez años para alcanzar los mismos resultados…

23 y C fue como retomar la academia de artes plásticas Wifredo Lam, de la Isla de la Juventud, pero mucho mejor, con mayor profundidad. Se impartían los mismos talleres: pintura, escultura, dibujo, creativo, diseño e historia del arte.

Al terminar el curso, los estudiantes hacían un ejercicio de tesis, con tutor y oponente. Yo elegí al profesor Emilio Rodríguez y Yonayka Humpierre como mis tutores. Emilio siempre nos hacía cuentos de su generación, la de los 80, en las clases. Era la generación de Zaida del Río, Villalobos, Pepe Olivares, Jorge Rodríguez, José Franco, Edel Bordón… Emilio fue alumno de Antonia Eiriz. Él y otros jóvenes ayudaron a Antonia en el montaje de Reencuentro, en la galería Galiano. Escuchar a Emilio era como viajar en el tiempo con él.

Y así, fui participando en muestras colectivas y salones, pero siempre tuve un vínculo muy cercano al Centro........

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