Elegir a un nuevo patriarca: un ‘cónclave’ bizantino
El sábado 26 de abril de 2025 asistimos en Roma al funeral del papa Francisco. Fuimos testigos, a través de miles de pantallas, de un rito medido al milímetro donde todos los presentes tenían un papel que cumplir en función de su posición. En un lugar estaban los cardenales y los obispos, en otro los jefes de Estado y de gobierno y luego, el resto del pueblo, los creyentes. Si algo consiguió este papa fue conectar con gente que, hasta su pontificado, miraba con recelo a la Iglesia.
Hubo algunas imágenes que me llamaron la atención, entre ellas, la de un sacerdote vestido enteramente de negro. No era un pope cualquiera, sino el Santísimo Patriarca Ecuménico –así, con todas las palabras– Bartolomé. Había viajado desde su sede en Estambul, perdón, Constantinopla, hasta Roma para darle el último adiós a su homólogo.
Viendo esas escenas, no pude evitar transportarme a una época en la que el romano no era el papa, sino un patriarca que estaba en igualdad de condiciones con el que se sentaba en Constantinopla.
Ambos eran los obispos de las dos principales ciudades del Mediterráneo durante la Edad Media… con una salvedad: Roma no era la capital de imperio desde tiempos de Diocleciano (285-305); Constantinopla la había sustituido como centro político y cultural tras su inauguración en 330.
Tampoco eran los únicos obispos con poder. La Iglesia estaba dividida en cinco grandes patriarcados –la Pentarquía–: junto a Roma y Constantinopla se encontraban los obispos de Alejandría, Jerusalén y Antioquía –o Antakya, en Turquía, como se la conoce en la actualidad–.
Creo que merece la pena, con la excusa de la muerte de Francisco y la elección de un nuevo pontífice, hacer un viaje en el espacio y el tiempo para asomarnos a otras realidades.
Me gusta recordar que, en su origen, un obispo era quien administraba los bienes. Es decir, se trataba de una función dentro de la Iglesia, no un cargo. Y cuanto más ricas se fueron haciendo las comunidades cristianas, más atractiva se hizo esa función.
Así, muchos aristócratas se pelearon por ser obispos como vía para controlar sus ciudades. Poco a poco se convirtieron en funcionarios imperiales con privilegios, a quienes se trataba como a gobernadores provinciales y generales del ejército. Por eso el emperador debía tener la última palabra en estos nombramientos, sobre todo de los patriarcas.
Esta subordinación del poder religioso al político........
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