Sobre un mundo mejor
que tuvo en cada sitio su áureo centro
y hoy es fuga y nostalgia y extrañeza.
Eliseo Diego
Estando en la secundaria cometí tres delitos por los que no fui en su momento castigado. No es algo de lo que esté orgulloso. Tampoco especialmente arrepentido.
El primer delito —porte de arma— lo cometía casi a diario: solía llevar un cuchillo a la escuela. Me alegra recordar, gracias a Dios, que nunca sentí el impulso de acuchillar a nadie. Mi secundaria era de deportes, y mi madre me decía que la gente que practicaba deportes era “muy sana”. En mi experiencia esto sería, en todo caso, una verdad a medias. Ajedrecista asmático que era yo, no me sentía nada seguro en aquel ambiente donde campeaban luchadores y boxeadores, y donde los profesores eran menos parte de la solución que del problema. Aquel recurso invisible me aportaba una seguridad cuya fuente no sospechaban mis condiscípulos, ni mis padres, naturalmente.
Mi entorno social sólo mejoró cuando entré al preuniversitario. A partir de ese momento dejé de andar armado, si bien un gusto irreprimible por los aceros cortos y largos ha permanecido en mí.
Al contar esto, en retrospectiva, me parece deplorable que el ambiente de mi secundaria haya sido tan caótico, y todavía más que la educación que recibimos a menudo ni siquiera mereciese el nombre de instrucción. Comprendo que así sucede, desde siempre, en muchas escuelas del mundo. Es justamente el hecho de que la educación pública se haya descuidado tanto, una de las cosas que me hacen pensar que, de no haber sido así, otro gallo cantaría.
El segundo delito —hurto— también lo cometía de forma recurrente. Mi tía abuela Magda trabajaba en la Biblioteca Central de la Universidad. Era una persona maravillosa, llena a partes iguales de picardía y........
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