Crónicas Pineras: Viaje de El Abra al Hondón con la guía de un Sardá
Cuando mi padre vivía en la Isla de la Juventud estaba escribiendo una novela sobre la estancia de Martí en El Abra. Antes de morir, mi padre escribió muchos poemas, pero nunca terminó sus novelas. Mi sueño es escribir novelas, pero nunca he comenzado a escribir ninguna.
Si tuviera que narrar la estancia de Martí en El Abra, no sería el Apóstol mi personaje protagónico. Fabularía sobre la vida de Enrique, un Sardá que nacería muchos años después del paso de José Julián por la finca. Tal vez no sería Enrique el más ilustre de los Sardá, ni tan estudiado como su prima Beatriz, la culta historiadora, ni tan heroico como su prima Marta, la joven valiente que salvó un avión del secuestro.
El Camello tiene voz de galán de radionovela. Heredó ese apodo de su padre y así se le conoce en toda la Isla, desde Gerona hasta Cocodrilo. Es pinero por parte de madre y pinareño por parte de padre. Ojalá yo supiera escribir novelas para concebir la vida y obra de El Camello.
Ojalá tuviera la gracia para inventarle amores prohibidos y causas perdidas al flaco ojiverde que me llevó a la cueva del Hondón. Pero como soy dispersa y caótica, de mente novelera pero con cero experiencia novelística, tendré que hacer la crónica del día que conocí a Enrique, bisnieto de José María Sardá, el buen hombre que salvó al joven Martí en El Abra.
Una visita al Museo Finca El Abra es casi un deber para los que viajan a la Isla de la Juventud. Para nosotros, que viajamos con nuestros hijos, era uno de los lugares más esperados, aunque sabíamos que el museo estaba cerrado por reparación. Queríamos que los niños conocieran ese sitio que es Monumento Nacional y uno de los lugares más excepcionales de la Isla, por su historia y porque la tierra que pisó el Apóstol es tierra sagrada.
Antes de llegar a la Isla y saber que estaba cerrado, imaginamos que una guía experimentada nos hablaría sobre las condiciones de salud en las que llegó el joven Martí a la finca en 1870. Ella describiría las heridas hechas por el grillete en las Canteras de San Lázaro y nos hablaría del ambiente cálido y amoroso que la familia Sardá le brindó durante 65 días.
Llegar al museo era importante, pero también teníamos otros objetivos: conocer a la familia y subir la Loma del Hondón. Por eso llegamos muy temprano, vimos el amanecer en El Abra y adivinamos la primera sombra en el reloj de sol que marcaba las 7 de la mañana.
Al lado del museo había ropa tendida. “¡Esa es la casa de la familia, vamos a tocar la puerta!”, les dije a los niños y a Jorge, pero ellos me convencieron de esperar a que fuera un poco más tarde. A los diez minutos, yo los convencí de que la gente del campo no duerme tanto y que seguro ya estaban levantados. Jorge fue a hablar con la señora de la casa, quien muy amablemente le dijo que trabajaba en el museo y que estaba cerrado y en proceso de restauración. Algo que ya sabíamos.
Ya no entraríamos a la habitación donde el Maestro se recuperó. No veríamos el candado original que cierra el portón trasero, ni las sábanas con las que se tapó Martí cuando tenía frío, ni los muebles, ni los documentos, ni las ventanas por donde se asomó a ver los pájaros. Nada. Cerrado por restauración.
No preguntamos desde cuándo ni hasta cuándo; solo nos quedaba aferrarnos a la idea de conocer a la familia de José María Sardá y subir la loma.
Ella nos advirtió que podíamos perdernos si subíamos solos el Hondón. Entonces nos quedamos esperando por su cuñado, quien tal vez nos llevaría por los senderos de la Historia. Después de unos minutos apareció un hombre alto, vestido de verde olivo y con botas. “Yo los voy a llevar”, nos dijo. Comenzamos a subir la loma junto a Enrique, bisnieto de José María Sardá.
Nosotros, como familia, tenemos una estrella y enseguida la gente se nos vuelve cercana. Así fue con El Camello. ¡Como si nos conociéramos de toda la vida! Por él supimos que su bisabuelo catalán era ingeniero y tenía varios negocios.
En la finca había una........





















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