Sin tiempo para la tristeza
Durante semanas dudé si debía abordarlo. Cada mañana coincidíamos en la esquina de 10 y 13, en El Vedado, que se ha convertido en un muladar infecto. Yo iba a depositar mi bolsa de basura, camino a los ejercicios. Él hurgaba entre los desperdicios que se acumulan, a la vista de todos, hasta niveles intolerables de fetidez. Falté a mi casa un mes. A la vuelta, volví a hallarlo ahí. Entonces decidí hablarle.
Estaba sentado en el contén, colocando en su saco la captura del inicio de jornada. Le doy los buenos días. Responde, pero no me mira. Me siento a su lado. Dice llamarse Sixto. Fue profesor de educación laboral. No come de la basura, se apura a aclarar. Busca objetos a los que pueda “pasarle la mano” para reciclarlos: los vende luego a muy bajo precio. Una lámpara, una cafetera que ha perdido la junta, un pequeño ventilador quemado…
No vive en la calle, aunque casi. Tiene un cuarto en El Cerro. Camina cada día hasta El Vedado porque aquí, dice, la basura es........
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