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Europa al límite: Desafíos económicos y la búsqueda de una nueva dirección, por Rosana Sosa García

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Los grandes problemas europeos

La encrucijada que atraviesa Europa hoy no es simplemente una serie de desafíos, como muchos se han apresurado a decir, sino un cambio estructural que amenaza con modificar el curso de la historia del continente. Más que problemas inmediatos, estamos ante una disyuntiva existencial: Europa debe repensar su propio modelo, aceptar con pragmatismo sus debilidades y reajustar sus políticas a una realidad que ya no es la de hace décadas. Europa, como conjunto, está en un momento crucial, y la pregunta es si será capaz de afrontarlo o si sucumbirá a la irrelevancia.

Es Mario Draghi quien nos lo recuerda de manera nítida y contundente, como siempre que la situación lo exige. En sus palabras, resuena una advertencia clara: “O la UE emprende una revisión radical de su política industrial para revertir su declive competitivo frente a EE. UU. y a China, o el club comunitario se enfrenta a una lenta agonía y a la irrelevancia internacional”. Una afirmación que no puede ser más rotunda, pero que, al mismo tiempo, da la impresión de un diagnóstico que lleva tiempo siendo ignorado.

Sin embargo, la cuestión no se limita únicamente a la competencia económica. Como subraya el economista Jesús Fernández Villaverde, los problemas estructurales de Europa son mucho más profundos y complejos. “Para resolverlos se necesitan más de diez años para revertirlos y superarlos”, cita, y es en esta cifra de diez años donde se encuentra la clave de todo. Porque Europa, en su afán de mantener un modelo que, por décadas, parecía funcionar, ha sido incapaz de anticipar los cambios globales y adaptarse con rapidez a la nueva dinámica internacional. La crisis financiera de 2008, la pandemia del COVID-19, y la creciente competencia de potencias como China y Estados Unidos han puesto en evidencia una fragilidad estructural que ya no se puede esconder.

Y es que, en realidad, Europa no se enfrenta a una crisis que solo requiera respuestas rápidas, sino a una transformación que debe ser pensada a largo plazo. El viejo continente necesita replantearse la manera en que entiende su industria, su economía, su política, y su sociedad. Las reformas necesarias no pueden ser superficiales ni pasajeras. No se trata solo de evitar la irrelevancia, sino de reconfigurar un modelo que, por mucho tiempo, se creyó invulnerable. Es cierto que Europa sigue siendo el hogar de una parte de la innovación tecnológica, de la cultura democrática y de los derechos humanos, pero estas ventajas ya no son suficientes frente a un panorama global que exige adaptación, rapidez y una política más agresiva en todos los frentes.

Por ello, la cuestión que se plantea no es solo de liderazgo económico, sino también de supervivencia en un mundo cada vez más interconectado, pero también más competitivo. Europa debe comprender que no tiene el lujo de la calma. Cada decisión, cada reforma, cada paso debe ser dado con la conciencia de que el tiempo se agota, y que, de no tomar las riendas de su propio futuro, el continente podría caer lentamente en la irrelevancia.

El cambio estructural que Draghi menciona no puede quedar en una simple advertencia, ni mucho menos en un deseo de soluciones rápidas. Europa debe comprometerse a largo plazo con una serie de transformaciones que no solo toquen la política industrial, sino también el sistema financiero, la cohesión social, y la relación con el resto del mundo. De lo contrario, nos enfrentamos a una Europa que será irreconocible, que se verá atrapada entre las políticas proteccionistas de unos y los intereses de otros, como una nave que ya no sabe hacia dónde se dirige.

El problema estructural de Europa no es solo económico; es, en última instancia, existencial. Y para resolverlo, se necesita mucho más que voluntad: se requiere una visión clara y la capacidad de actuar, sabiendo que el futuro no será perdonado por la indecisión.

Frente al ascenso del gasto en pensiones y la reducción de la población laboral

La realidad europea de las últimas décadas no puede ser más clara: el envejecimiento de la población se está convirtiendo en una de las mayores amenazas para el futuro de la Unión. La vieja Europa, que se veía a sí misma como una civilización inmortal, está viendo cómo la estructura demográfica de sus sociedades se desploma, lo que traerá consigo consecuencias profundas, casi inevitables. No se trata ya de un tema de futuro lejano, sino de un presente palpable que amenaza con reconfigurar, para siempre, la economía y la vida social del continente.

Según las proyecciones de Eurostat, entre 2022 y 2100, la población de 65 años o más representará el 31,3% de la población total. Esto quiere decir que, en términos absolutos, uno de cada tres europeos será mayor de 65 años, lo cual, por sí solo, ya es una cifra alarmante. Un aumento de casi 40 millones de personas mayores en los UE-27. La tasa de dependencia, ese índice que nos habla de cuántas personas mayores y muy jóvenes dependen de la población activa, alcanzará el 56,5% en promedio en la UE, y en países como Francia y Finlandia, superará el 62%. En este contexto, el reto es mayúsculo. La población activa, esa que mantiene el aparato productivo de los países, está viendo cómo se reduce día tras día: entre 2009 y 2023, la población en edad laboral de la UE pasó de 272 millones a 263 millones, y se prevé que siga cayendo, alcanzando los 236 millones de aquí a 2050. Si Europa alguna vez se sintió fuerte por su juventud, hoy se ve atrapada en la ironía de ser una sociedad que envejece rápidamente, pero no es capaz de afrontar con la misma rapidez los retos que esto implica.

Lo que está en juego no es solo el bienestar de los jubilados, sino el futuro mismo del continente. El sistema de pensiones luce poco viable, en términos promedio representa el 10,4% del PIB de la UE, está cada vez más cerca de la quiebra, especialmente en países como España, donde el gasto llega al 12,8% del PIB, otros países como Francia :14,7 % del PIB, Italia:15,5 % ,Austria:14,6 %,Finlandia:12,8%, también lucen muy comprometidos.

Pero, ¿qué nos dicen estas cifras? Nos dicen que, mientras los ingresos del sistema de pensiones se ven cada vez más presionados por una población activa en declive y una economía que crece con lentitud, las previsiones de gasto en pensiones aumentan sin cesar. En términos sencillos: el sistema de seguridad social, tal como lo conocemos, es insostenible. ¿Qué hacer entonces ante semejante panorama? Las reformas que se avecinan en el horizonte, y que se han venido aplazando por años, no serán fáciles ni populares. Hay demasiados intereses, demasiadas sensibilidades sociales en juego. A la par, el crecimiento económico de la zona euro para 2025 se prevé muy bajo: solo un 0,9%. Y es que la economía europea, que ha crecido a trompicones durante años, parece haber tocado techo, o al menos ha llegado a un punto donde las reformas estructurales necesarias para adaptarse a los nuevos tiempos se vuelven más urgentes.

La situación, que no es nueva, pero se agudiza con cada año que pasa, nos deja ante una reflexión ineludible: Europa debe decidir, con rapidez y determinación, cómo quiere afrontar este desafío. ¿Con una reforma de las pensiones que implique una reducción drástica de los beneficios sociales, algo que podría sumir a millones de personas en la pobreza? ¿Con un aumento de impuestos que termine ahogando a las clases medias y merme la capacidad de las empresas, o con una austeridad que fragmente aún más a los países del sur y del este de Europa, donde la precariedad es ya una realidad palpable? Las respuestas no son fáciles, y aunque todos los caminos parecen llevar a la misma conclusión —la necesidad de una transformación estructural profunda—, la verdad es que no hay respuestas rápidas ni soluciones mágicas.

Lo que está claro es que la Europa de hoy, que alguna vez se creyó invulnerable, debe enfrentarse a su propia fragilidad. Y lo que decida hacer, no solo definirá su futuro, sino que marcará el tipo de sociedad que será capaz de sostener, o si, finalmente, la vieja Europa se disolverá, no por una invasión externa, sino por su incapacidad de adaptarse a las nuevas realidades demográficas, económicas y sociales.

Elevado y progresivo endeudamiento: el dilema de Europa

En los últimos años, Europa ha sido testigo de un fenómeno económico que ya no parece sorprender a nadie, pero que a medida que avanza, va dejando tras de sí una estela de inquietudes y paradojas. Hablo, claro, del progresivo y elevado endeudamiento de sus países, ese monstruo que crece sin descanso, a menudo bajo la apariencia de una estabilidad que ya no parece ser tal. La relación entre la deuda pública y el Producto Interno Bruto (PIB) se ha convertido en uno de los principales indicadores de la salud económica del continente, y los datos que surgen de Eurostat no dejan lugar a dudas: la situación es, cuando menos, alarmante.

Tomemos como ejemplo a Francia. En 2006, su ratio de deuda/PIB era de un modesto 45,3%. Hoy, en 2024, esa cifra ha alcanzado el 113%. España no se queda atrás: de un 68,6% en 2006 a un 101,8% en 2024. Italia, con su economía siempre frágil, presenta un cambio aún más significativo: de un 30,6% en 2006 a un 135,3% en la actualidad. Y Grecia, el país que durante años estuvo en el ojo del huracán debido a su deuda impagable, ha visto cómo su ratio se eleva del 58,3% en 2006 al 153,6% en 2024. Números que, a pesar de ser conocidos, no dejan de asustar.

Pero si en la mayoría de los........

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