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De la Europa ocupada a la Europa colonizada por EEUU y el declive de la “gran Alemania”

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27.03.2025

En los años 70 del siglo XX se hicieron evidentes los límites de los mecanismos anticíclicos keynesianos. La pérdida de eficacia de éstos propició las condiciones para abrir el camino a iniciativas de represión de la demanda y regresión fiscal, combinadas con políticas recesivas y de control del déficit y de la inflación, así como de fomento de la financiación privada. Serían las que presidirían en adelante por doquier las estrategias de gobierno de un capitalismo que iniciaba su dimensión transnacional.

Empezaba así una nueva intervención masiva del Estado en favor de una acumulación capitalista que (de nuevo) no mostraba fuelle por sí misma. Pero ahora esa intervención se realizaba, con todo tipo de medidas, del lado de la oferta.

Para encastrar todo ello de forma más o menos coherente había que buscar un nuevo modo de regulación que conllevara una ruptura de los “pactos de clase” en las sociedades centrales, (especialmente en el punto de indexación de los salarios a la productividad y en el objetivo del “pleno empleo”), aunque tuviera que actualizar la doctrina político-económica fundacional del capitalismo.

De esta forma cobraría vida el neoliberalismo, que si bien fracasó a la hora de propiciar una acumulación sostenida, fue exitoso en la eliminación, integración-cooptación o reducción al mínimo-marginación de los sujetos antagónicos, inclinó drásticamente la distribución del plusvalor en favor del Capital, favoreciendo una enorme concentración de la riqueza, la cual pasaría en adelante a través de la financiarización de la economía.

Una y otra compensarían al capital, de alguna manera, de la falta de rentabilidad productiva. No hubo que esperar mucho, sin embargo, para evidenciar los resultados procíclicos que ello entrañaba, más allá de las devastadoras consecuencias sociales.

El shock financiero-bancario de los años dos mil no fue sino el resultado del fracaso en los intentos de escapar de la Segunda Larga Crisis, comenzada hacia 1973 y sólo parcialmente esquivada mediante la nueva mutación capitalista hacia un capitalismo cada vez más entrelazado con la sobreexplotación, el autoritarismo, la crisis y la guerra como maneras de gestionar la relación Capital-Trabajo, la división internacional del trabajo y, en general, la vida de las poblaciones, así como de convertir la Política en gestión de la subordinación, eliminando toda la dimensión social (“keynesiana”) del capitalismo híbrido anterior.

Tenemos, entonces, que la salida a la Primera Larga Crisis Sistémica (que comenzó en los años 70 del siglo XIX y que tuvo sus réplicas en los años 20 y 30 del XX) se realizó mediante todo un conjunto de dispositivos económicos e institucionales tendentes a desarrollar la demanda, a través de un capitalismo híbrido que se vio forzado a reconocer a su fuerza de trabajo como parte de la ciudadanía.

La salida a la Segunda Crisis de Larga Duración se ha venido llevando a cabo, en cambio, mediante procedimientos contrarios: deprimiendo la demanda y manteniéndola indirectamente a través del crédito-endeudamiento y la participación en la especulación financiera.

El caso de la Unión Europea

Europa se ve forzada a buscar su reacomodo ante la falta de reglas y el uso de la fuerza militar a conveniencia que presidirán la nueva dinámica hegemónica norteamericana tras la caída del Este.

Las clases dominantes europeas han ido dando los pasos pertinentes para aproximarse al modelo capitalista norteamericano (el más cercano a lo que se ha conocido como “capitalismo salvaje”).

Desde el Tratado de Maastricht de 1992 a la Cumbre de Lisboa de 2001, el rosario de cumbres y acuerdos o tratados que salpican esos 10 años responde a un cuidadoso plan de desregulación de los mercados de trabajo (lo que significa la paulatina destrucción de los derechos y conquistas laborales), de liberalización económica (en detrimento de la intervención de carácter social de los Estados y en beneficio del papel que éstos juegan a favor del gran capital), y de ruptura unilateral, en suma, de los “pactos de clase” que habían mantenido el equilibrio social en la larga postguerra europea, extremando e adelante las desigualdades tanto intra como intersocietales entre los países de la Unión.

La UE se ha venido conformando, pues, como la mayor expresión del capital oligopólico transnacional “financiero”, una vía para puentear los parlamentos y las instituciones locales, sustrayendo las decisiones e intereses del Gran Capital a las luchas de clase a escala estatal que forjaron las distintas expresiones nacionales de la correlación de fuerzas entre el Capital y el Trabajo.

Se trata de una construcción supraestatal destinada a mantener relaciones de desequilibrio entre sus partes, un sistema deficitario-superavitario diseñado para trasvasar riqueza colectiva de unos Estados (la mayoría) a unos pocos (sobre todo Alemania y su “hinterland” centroeuropeo), especialmente mediante el mecanismo de la moneda única.

Constituye el mayor ejemplo mundial de institucionalización del neoliberalismo a escala de un continente entero; si la “Europa socialdemócrata” fue la mayor manifestación del reformismo capitalista cuando éste todavía impulsaba con vigor el desarrollo de las fuerzas productivas, hoy la Unión Europea es el primer experimento de ingeniería social a escala regional o supraestatal en favor de la institucionalidad de las estructuras financieras de dominación.

Supone en sí un cuidadoso plan de desregulación social de los mercados de trabajo y de las condiciones de ciudadanía, que se dota de todo un conjunto de disposiciones y requisitos, de toda una institucionalidad concebida y conformada para ser irreformable (pues requiere de unanimidades casi imposibles para que no sea así).

Se inspiraba la UE en la idea del “constitucionalismo económico” de finales de los pasados años 70, y desarrollada en los años 80 por la flor y nata del neoliberalismo (Buchanan, Milton Friedman, Hayek…) para restringir los poderes económicos, monetarios y fiscales de los gobiernos, “evitando que los gobernantes de turno pudieran tomar decisiones circunstanciales”, según su jerga, lo que no quiere decir sino que tales decisiones pudieran estar influidas por las luchas populares. Se trataba, por tanto, de establecer determinados principios obligatorios, inamovibles, fuera quien fuese que llegara al gobierno en cada país.

TRATADO DE MAASTRICHT 1992

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