Rodrigo Sánchez Zorrilla |Psicólogo

Tenía unos nueve años cuando, una tarde cualquiera, mi familia se apresuraba por ir a la casa de mis abuelos. Nuestra perrita Leonela, joven y traviesa, se nos coló entre los pies y decidió acompañarnos a pesar de los gritos de papá. Todo cambió cuando papá descubrió la travesura de Leonela y, patada de por medio, la hizo caer por las gradas. En ese momento, algo dentro de mí se quebró. No podía respirar, el corazón me latía tan fuerte que creí que iba a explotar. Todo se volvió borroso, como si el mundo desapareciera en una nube de miedo. Sentí que iba a morir.
Mi papá me miraba sin entender, mi hermano no sabía qué hacer, pero mi mamá se acercó y me sostuvo con una calma que aún recuerdo. Me acarició la cabeza con suavidad, me tomó de las manos y me pidió que la mirara a los ojos. “Tranquilo, hijo, todo va a estar bien. Vamos a respirar”, me dijo. Juntos, inhalamos y exhalamos hasta que el miedo empezó a desvanecerse. La taquicardia cedió, mis manos dejaron........

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