Abuelitud
Hace un lustro, cuando mi hija mayor, Julieta, tenía tres años, cada vez que veníamos a Lima en diciembre, en el taxi que nos trasladaba del aeropuerto a la casa de mis suegros, ella preguntaba sin falta: «¿a qué hora llegamos a Perú?». Yo le aclaraba que ya habíamos llegado, pero ella me lo refutaba. Luego entendí que, en su pequeña cosmogonía, el Perú no era el país de sus padres, ni siquiera era un país: el Perú era la casa de sus abuelos.
Desprovisto de nociones como continentes, fronteras, regiones o distritos, el territorio de la infancia queda delimitado tan solo por la presencia de unas cuantas casas. El Perú de Julieta –y también el de Emilia, mi hija menor–, tiene el tamaño de «la casa de los Nenes» (sus abuelos maternos) y de «la casa de la Mamama» (mi madre). También figura en su mapa sentimental «la casa de la Nona» (la abuela de mi esposa). Si un niño necesita una patria, es esa.
Anteayer, a pocas horas de haber llegado desde Madrid, haciendo caso omiso al jetlag, las dos niñas se reunieron con sus tres abuelos y se fueron juntos a mirar el mar de Chorrillos. Mientras las veía jugar con ellos,........





















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