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Recuerdos de infancia: dos perversos duendes

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29.01.2025

Nuestro paso por la escuela nos deja, casi siempre, recuerdos indelebles, algunos gratos y otros no tanto. En esa etapa de la vida, la mente capta ávidamente cuanto hecho despierta nuestra curiosidad o lo que necesitamos para nuestro activo conceptual en formación.

Tenía yo siete años cuando mis padres me inscribieron en el centro escolar Montevideo, que estaba en el cruce de las calles Jerusalén y Ugarte de Arequipa, a dos cuadras del departamento que alquilábamos en la calle Peral. Era el año 1938 y yo debía hacer el primero de primaria.

Me tocó como maestra una señorita –así se les llamaba a las maestras– de unos treinta años, me parece ahora, la señorita Mercado, muy amable y a la que le entendía todo. El director de la escuela, Nicanor Rivera Cáceres, un señor gordezuelo, daba vueltas por las aulas para saludarnos con alguna expresión graciosa; y, por las tardes antes de abandonar la escuela, nos hacía formar por clases en el patio delantero y nos hacía cantar a los acordes de su violín las canciones que él nos enseñaba, muy lindas, y, según lo supe después, algunas extraídas de grandes piezas musicales, que hasta ahora entono cuando se escapan del olvido.

Al aproximarse el fin del año, mis padres me aconsejaron que estudiara en la azotea de la casa desde que la iluminara el sol. Así lo hice y pasé con facilidad al año siguiente que transcurrió de la misma manera que el anterior y con la misma maestra, y, como lo esperaba, aprobé el examen final con una nota alta.

Al año siguiente, 1940, mis padres encontraron una vivienda más aparente en el cruce de las calles Nueva y San Camilo. Era una sala de unos diez metros de largo por unos cinco de ancho en una centenaria casa de sillar que fue dividida en una parte, la delantera, que daba a las calles Nueva y San Camilo por dos puertas, en la cual mis padres pusieron una tienda de abarrotes, y la parte posterior en la que instalaron el dormitorio y el comedor, divididos por una cortina. Del techo colgaban dos focos de luz eléctrica, uno sobre cada ambiente, a los que solo llegaba la luz hasta las diez de la noche. Con esa tienda mis padres esperaban lograr algún ingreso que se añadiera al sueldo de mi padre.

Yo continué, sin embargo, en el mismo centro escolar al que llegaba atravesando media ciudad.

En esa escuela aprendí mucho y ya me había motivado para leer gracias a que una parte de la enseñanza –lo he pensado después– era la lectura en las clases del libro El Tesoro de la Juventud por los alumnos con buena dicción. De ese libro, la señorita había escogido el relato De los Apeninos a los Andes que nos mantuvo en vilo desde el comienzo hasta el final. Mi afición a la lectura apareció también, creo, por cierta inclinación personal que me llevó a leer cuanto libro y revista había en nuestra casa y venían de afuera. Un aporte importante de esta clase fueron mis asiduas lecturas de las revistas de historietas argentinas que vendía un librero de la calle San Juan de Dios y que también nos obsequiaba una cliente del barrio para usarlas como papel de envolver los granos que vendíamos en la tienda.

Por lo tanto, me fui familiarizando con las revistas de historietas de ese tiempo y las maneras de expresarse y el desparpajo de sus personajes: El Tony, El Gorrión, Espinaca y Leoplán que traía en dibujos novelas adaptadas, principalmente francesas y norteamericanas. A esta riqueza de entretenimiento creativo se añadió después la revista argentina Rico Tipo, del gran dibujante Guillermo Divito, que me fue impregnando del conocimiento y la delectación del humor argentino, tanto que, sin tener una noción ni siquiera remota de que me estaba formando en esa cultura, llegaba a sentirme como uno de los tantos pibes del Buenos Aires en camiseta que era el título de una historieta de esa revista.

Como ya no me era posible estudiar en la azotea de la habitación que alquilábamos, tenía que hacerlo paseando en las madrugadas por las chacras colindantes con la avenida Jorge Chávez, que había sido abierta en 1940 como parte de las obras conmemorativas del cuarto centenario de la fundación española de la ciudad.

En 1941 cursé el cuarto año de primaria. Al llegar a la escuela a comienzos de abril me enteré que el director Rivera Cáceres había sido reemplazado por un señor apellidado Bernedo, de unos cuarenta años, muy serio e inabordable, con quien desaparecieron los lindos momentos de canto al terminar las clases por las tardes.

Mi maestra fue una señora apellidada Retamozo, quien debía de andar por los cincuenta años, delgada, muy amable y con una paciencia proverbial para enseñar.

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© El Búho