Patricio
Los siglos no han borrado la huella de Patricio sobre la parte sur de la ciudad. Yendo hacia la calle de La Bermeja —llamada así por sus enormes ventoleras llenas de polvo rojo de la villa— ya casi hacia el final, como quien se marcha de Remedios, había a fines del siglo XVIII una vivienda de yaguas y tablas de palma con piso de tierra. Allí, sentado en la puerta, un hombre de tez negra, con un cabello largo de muchos años sin cortar, se dedicaba a remendar zapatos. Al pasar, los muchachos se burlaban de él, lo llamaban cocorioco, cabezón, güiro, pero nunca les respondió. Silencioso, miraba hacia la pared de su casa, donde un sable dorado con un baño de plata refulgía entre el resto de los cacharros viejos, pedazos de zapatos y de zuelas, ropas ajadas, alguna que otra ristra de ajo y un saco con viandas para la alimentación que podían ser yucas o malangas. El objeto de guerra era un hito entre la miseria circundante que reinaba en la vida de Patricio.
Fue en esos años —la villa comenzaba a expandirse hacia el norte y se despertaba de un sueño de dos siglos en el cual primaron los demonios y las supersticiones— cuando arreciaron unas lluvias torrenciales. Cada vez que llegaba la temporada de aguas, las calles lodosas se inundaban, las olas y las corrientes arrasaban con los bohíos, se adentraban en las casonas señoriales creando remolinos de desastres, los truenos retumbaban sobre los tejados sembrando el miedo, incluso hubo varias personas alcanzadas por la potencia de los relámpagos. El uso del pararrayo sobre la Ermita del Buen Viaje fue visto como un acto de brujería, de herética ciencia extranjera; pero lo tuvieron que colocar ante los embates de las descargas eléctricas constantes sobre el templo y el resto de los edificios circundantes. El pueblo —siempre con esa sabiduría que lo distingue, aunque todo se base en creencias exageradas— comenzó a predecir esas lluvias torrenciales a través de un fenómeno que se iba repitiendo. Siempre que las nubes negras se colocaban hacia el sur, donde vivía Patricio, las tormentas eran terribles. De manera que era una señal que les permitía prepararse, meterse en sus casas, trancar puertas y ventanas y asegurar todos los flancos.
Patricio, que nada tenía que ver con estos sucesos del clima, se enteró sorprendido de que las personas del pueblo bautizaron el cielo nublado de las tardes remedianas con su nombre. “Miren cómo está la cabeza de Patricio”, era una frase común sobre la una del mediodía de cualquier día de agosto. Enormes nubarrones oscuros, enmarañados, con formas arácnidas, se tejían sobre las agujas de las iglesias y los techos, trazando la posibilidad de un nuevo desastre. Horas después, con el primer rayo, se iniciaba la debacle. Las lluvias dieron paso, además, a varias epidemias, como aquella del cólera que tantas vidas sesgara y que quedó en la memoria colectiva por la cantidad de ataúdes que se bajaron a las catacumbas de la Parroquial Mayor, donde aún eran los enterramientos. La mezcla de vivos y muertos, las aguas contaminadas por los cadáveres, la credulidad y el choque que implica la muerte abrupta de seres queridos hicieron que los remedianos vieran en la cabeza de Patricio una señal para hervir los contenidos de las vasijas, limpiar los caños de las casas y sanear los pozos. Esas nubes eran un signo de que la temporada de enfermedades comenzaba.
El pueblo de Remedios, a pesar de que contaba con personas de una edad avanzada —se decía que hubo varios de casi cien años— estaba compuesto mayormente por jóvenes, debido a que lo común era morir sobre los cuarenta o cincuenta años al máximo. Por ello,........





















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