La canción de los hibakushas
Vayamos al siglo antepasado, a una esquina de una villa del centro de una isla desde entonces perdida en sí misma y con una historia en construcción dentro del precario desasimiento del tiempo; pensemos en ese lugar donde una familia con aires de la época se ha retratado y usaba los mejores atuendos, esos vestidos y trajes que les parecieron modernos, caros, llenos de atractivo; digamos que luego de la sesión de fotos ellos se retiraron a sus aposentos a las tres de la tarde en medio del sol del verano que por entonces no era tan duro ni tan cínico en sus iridiscencias acosadoras; sintamos por un instante que estábamos allí y los conocíamos y que quedamos fuera del enfoque del fotógrafo, pero llevamos en la memoria ese flash arcaico, como una explosión seca, que dejaba un olor típico, un olor a olvido.
La esquina ha evolucionado, ahora la ocupan los mercados y los seres de este tiempo. La casa de la familia ya no existe, es un falansterio cadavérico en el cual pululan varias personas caotizadas por la crisis y la ausencia de oportunidades. En el zaguán donde estaban los muebles de caoba y las cortinas, donde se colocaba la tetera a las cinco de la tarde a la manera inglesa, donde alguien decía un chiste con una página del diario en sus manos, donde se declararon los novios en secreto su amor, donde la boda se celebró y hubo celos y quebrantos en quienes quedaron fuera del marco de esa felicidad, donde alguien dijo que iría de vacaciones a Europa el mes que viene; ahora hay una madeja desvencijada de tarecos que no se pueden definir y que están poblados por insectos, grasas de índole inenarrable, bosques de pequeñas yerbas, piedrecitas que se descomponen con los golpes del agua, el sol, el sereno.
Este pudiera ser el paisaje urbano de cualquier ciudad, donde la paradoja de la memoria traza un recorrido en forma de parábola con un ascenso, una cumbre y el descenso que parece interminable. Un abismo se traga los restos y los deglute para convertirlos en nada y regenerar el magma del cual está hecha la realidad.
Nací en esa esquina en 1988, la conozco bien. Mi casa estaba unas puertas antes de llegar a la escena de la foto. Recuerdo que, incluso, el poste que antes era del telégrafo se tornó telefónico, pero llevaba........
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