¿Mentiras purificadoras?
Se ha dicho hasta el cansancio: no son tiempos proclives a los equilibrios. La división seduce, crea rentables nichos de mercado, agrupa y aparta a los individuos, los hace sentirse cómodos bajo la acrisolada ala de sus tribus. La palabra pierde valor como transmisora de certidumbres e instrumento insustituible para el entendimiento, y muta en arma arrojadiza. Reformistas, defensores del cambio progresivo y habitantes del “dorado medio” acaban vetados por eso que Enrique Krauze llama “el imperio de la pureza”; cuna de ese fervor que en política suele estar lleno de patologías, y que no pocas veces remite a la locura iconoclasta de Savonarola. Es cierto, como también dice Krauze, que la pureza, lo opuesto a la descomposición, parece una condición deseable en el mundo físico. Pero en el mundo de la política ese reclamo puede convertirse en una obsesión bastante ajena a su humana, imperfecta naturaleza.
Sí: al tanto de esa situación e inmersos en un contexto informativo cuyo caos, como apunta Daniel Innerarity, tiende a confundir y desorientar, habrá que admitir que la distorsión de la verdad no es ajena a la praxis del poder. Ya lo hemos mencionado: la verdad, en tanto noción absoluta, nunca se ha llevado demasiado bien con la política (Arendt), con su mundano pragmatismo, con su necesidad de arreglos sobre la base de la opinión consensuada. A eso hay que añadir que la verdad pocas veces ayuda a resolver desacuerdos o proporciona soluciones evidentes para los problemas políticos, como también observa Innerarity. O que, en tanto oficio emparentado con el espectáculo, el del político difícilmente puede desprenderse del disimulo como método, de la exageración, del ocultamiento. Platón llegó a hablar de la «noble mentira» y Maquiavelo del “mal menor” en aras de un propósito mayor, como la manipulación del oráculo que hizo........





















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