Tambores cercanos (de guerra)
Para empezar una guerra basta con un agresor armado, decidido a derrotar al enemigo. Ni siquiera tiene verdadera importancia si el agresor tiene razón considerando enemigo al agredido. Esta verdad desagradable, que echa por tierra el cándido principio de “dos no riñen si uno no quiere”, lleva dominando la historia de la humanidad desde sus mismos orígenes (hay evidencias de guerras prehistóricas antiquísimas). La consecuencia es que el único pacifismo digno de crédito es el del antipático adagio latino: si vis pacem, para bellum, si quieres paz prepárate para la guerra. Las tesis del antiguo pensador estratégico Sun Tzu son similares: “El arte de la guerra es someter al enemigo sin luchar.” Lo que, invertido, quiere decir: prepárate para sufrir la guerra si no eres capaz de someter al enemigo. Solo la estupidez posmoderna ha considerado reprobable belicismo este puro ejercicio de realidad.
La guerra, y especialmente la moderna, es un mal tan absoluto que nadie en sus cabales puede desearla: esta es la tesis pacifista por excelencia. El problema es que no se trata de deseos. La guerra es una imposición con dos reacciones posibles: rendición o lucha. Por eso los agresores pueden aprovecharse del miedo de los demás a padecerla, ejerciendo un chantaje moral permanente.
La Segunda Guerra Mundial fue tan desastrosa -en nuestro caso, la Guerra Civil-, y los terrores de la Guerra Fría tan acervos, que el mundo occidental prefirió pensar que nunca volverían a repetirse. También que, para........
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