El desfile que nos une
Cuando era niña, el Primero de Mayo olía a café recién hecho y a tela almidonada. Mis abuelos -obreros jubilados- me llevaban de la mano entre la multitud de carteles, himnos, consignas y banderitas de colores. Caminábamos con una mezcla de compromiso y tradición en el pecho.
La ciudad de Guantánamo amanecía con un bullicio distinto. Desde temprano, las calles aledañas a la Plaza de la Revolución Mariana Grajales se llenaban de risas, congas improvisadas y el repicar de tambores. No era solo un desfile; era un reencuentro masivo de compañeros de trabajo que llevaban a sus hijos en hombros, de vecinos que se saludaban con abrazos efusivos.
Desde entonces, cada año, las calles se pintan de colorido: a veces blanco, rojo o azul; también del color del esfuerzo y la sonrisa. Sin embargo, hoy, décadas después, la combinación entre conciencia y costumbre -con la que marchaban mis abuelos- sigue intacta.
Las banderas asoman en ventanas de edificios, atadas a bicicletas, convertidas en capas infantiles. Las enseñas nacionales se muestran con orgullo desde los balcones. Es más que patriotismo: es........
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