Películas “fantásticas” y realidad
Puedo contar con los dedos de las manos las veces que fui a ver una película al Festival de Cine Latinoamericano de La Habana. No obstante, considero haber tenido suerte con los filmes que alcancé a ver a lo largo de los años. Recuerdo con cariño Fresa y chocolate, de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío. Como gran producción y tour de force adaptativo, mencionaría El siglo de las luces de Humberto Solás. Puedo evocar también, en un conmovido paréntesis, Suite Habana, de Fernando Pérez.
Luego hubo películas de las que ahora no se habla, pero que me gustan mucho: El elefante y la bicicleta, ese hondo divertimento de Juan Carlos Tabío, o Mascaró el cazador americano, adaptación de veras entrañable de Rapi Diego.
Y entre mis extranjeras preferidas están El festín de Babette, joya del cine danés que comenté en otro artículo, y El maestro de esgrima, un film noir con floretes, que me pareció por lo menos tan bueno como la novela homónima.
Agradezco en cada caso a mi familia, y a la Providencia, el haber vencido mi indisposición a salir de noche. No me puedo quejar de ninguna de esas películas. Ahora las menciono, sin embargo, solo a modo de contexto, porque lo que en realidad quiero contar es una de las mejores experiencias cinematográficas de mi vida, que tuvo lugar en el marco de nuestro Festival.
Era la noche inaugural, en el teatro Karl Marx, y mis expectativas relacionadas con la espera y la aglomeración compacta de personas dentro y fuera del lobby, se iban cumpliendo cabalmente.
Como casi siempre, yo no quería ir. Fui a regañadientes. Mis padres habían insistido mucho en que los acompañara. Algo les había comentado su amiga mexicana, productora de la película, que les dio a entender que el........
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