Ojo al visor: Ossain Raggi
No se trata de un nombre artístico. Es el que designa a una de las deidades del panteón yoruba, el médico, el que domina los secretos de la naturaleza y los pone al servicio de la curación de cualquier dolencia, el que aleja la muerte. Y es, además, el título de un corto animado de 1967 —año en que nació nuestro invitado— dirigido por Hernán Henríquez y Tulio Raggi (La Habana, 1938-2013), padre de este fotógrafo que hoy comparte su trabajo con nuestros lectores. Ossain, el orisha, aparece con varias transcripciones: Osanyin, Ossanyin, Ozain, Ozaín. Tulio escogió para su hijo la que más le gustó, con dos “s” y sin acento agudo: Ossain, y no se hable más.
Como él mismo se encargará de relatar, recorrió un largo camino por el sendero de las artes visuales hasta dar con la fotografía, su marca más permanente y el grueso significativo de su obra personal. Hasta el momento ha realizado, en La Habana, las siguientes exhibiciones personales: Rosas, 2004 (Galería 23 y 12); Pool & Bowling, 2006 (Bolera de Hotel Kohly); Restauración, el anillo y el estanque, 2009 (Sala Villena, UNEAC), y Restauración, el anillo y el estanque (Nuevas imágenes), 2012 (Museo de Arte Colonial, Palacio de Lombillo). Como parte de muestras colectivas, su obra ha sido apreciada en Bélgica, México, España, Alemania y Estados Unidos.
Ossain es profesor de Fotografía en la Universidad de las Artes de La Habana (ISA). Le paso, pues, la palabra, para que nos relate brevemente su recorrido artístico hasta hoy:
“Lo de la fotografía empezó por mi abuelo materno y mi padre. Mi abuelo era fanático del cine y, por extensión, de la fotografía. Mi padre fue la primera persona a la que vi apuntándome con una cámara: una Yashica A que luego yo también usé. Recuerdo, además, a Milton Maceda, que era muy amigo de mi familia, haciendo fotos de nosotros en los cumpleaños. Una vez me pidió que me tirara de una piedra en el Parque Almendares un montón de veces, para captarme saltando. Creo que se gastó un rollo completo en eso.
“Cuando tenía 11 años y estaba en la secundaria, vi una Kiev IV en la vitrina del Tencén de La Copa, y me enamoré de ella. Consulté con mi abuelo y él me dijo que no tenía dinero para comprármela (costaba 400 pesos, que eran más que el salario mensual de un profesional en aquellos años), pero que yo podía ahorrar de mi mesada de 15 pesos y usarlo como banco a él para guardar el dinero, y así comprarme la cámara. Ni decir que nunca llegué a la cifra de 400, pero sí ahorré los 11 pesos que costaba una Smena Simbol, y me alcanzó, además, para comprarme tres rollos de ORWO NP21.
“Mis primeras capturas fueron típicas fotos de familia. Uno de los rollos lo gasté en un breve viaje en barco por el litoral de La Habana, que hice con mis padres. Los rollos me costaban 1 peso, otro peso costaba revelarlos en el Estudio La Copa, y allí mismo me los imprimían en diminutas ampliaciones de 3 x 5 pulgadas.
“Fue a través de un amigo de la secundaria, aficionado a la fotografía también, que conocí a un señor, su padre, que había sido miembro del Club Fotográfico de Cuba en años anteriores a la Revolución, y tuve la oportunidad de ver un laboratorio y una cámara Rolleiflex por primera vez. No he podido olvidar la primera foto que vi surgir del revelador como por arte de magia.
“Como me gustaba —y me gusta—, dibujar, me convencí de que quería ser artista, y al terminar el preuniversitario y no conseguir, por mis bajos índices académicos, matricular carrera alguna, empecé a trabajar e ingresé en el curso nocturno de San Alejandro. Por aquellos años, para asistir al curso nocturno debía probar que tenía vínculo laboral. Entonces me dediqué a los oficios más diversos: velador de sala en el Museo Nacional, limpia pisos, encargado de la limpieza del foso del Castillo de La Fuerza, operador de audio, almacenero, ayudante de oficios diversos, carpintero y montador de exposiciones.
“Me gradué de San Alejandro en la especialidad de Pintura. Luego de matricular en la academia pasé de ser un alumno muy malo a uno muy bueno. A veces el........
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