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Norman Manea a los 75

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Acerca de todos los escritores que amamos y admiramos es posible decir algo cabal. Sobre Saul Bellow, un lector dice que “a lo largo de toda su vida” buscó “una realidad espiritual última e invisible”, y nosotros pensamos: sí, es cierto, esa es una buena forma de conferirle una suerte de espléndida coherencia a una vida como la de Bellow. O coincidimos en que el escritor austriaco Thomas Bernhard buscó, en todos sus escritos, ser “malentendido”, injuriado, alienado lo mejor posible para exentarse del juicio que dirigía a un mundo que consideraba estúpido y sinsentido.

Pero ¿qué afirmación cabal nos atreveríamos a hacer sobre Norman Manea? Para empezar, los que conocemos su escritura solo por su traducción al inglés y que, por ende, no hemos leído muchos de los títulos incluidos en la edición rumana de sus obras reunidas, somos un tanto renuentes a sintetizarlo como si estuviéramos plenamente equipados para hacerlo. Y, no obstante, tenemos material más que suficiente para proceder, para comenzar al menos. Al consultar lo que ya ha sido publicado, encontramos, inevitablemente, que la percepción generalizada sobre este escritor es a la vez útil y engañosa. ¿Debemos pensar en él como un escritor definido por el ejercicio de la “conciencia”? Esta es una de esas sugerencias engañosas que se pueden leer incluso en las solapas de sus libros. ¿Es, a final de cuentas, uno de los partícipes de lo que se llama “la literatura del totalitarismo”? ¿O es, como ha sido dicho, uno de los “grandes poetas de la catástrofe” y, por ende, digno de colocarse junto a predecesores como Kafka o Bruno Schulz, o incluso Paul Celan?

El problema con tales fórmulas, analogías y definiciones es que resultan tentadoras. Resuelven o destierran hacia la irrelevancia esa sensación de intranquilidad que genera el que los textos de Norman Manea no se parezcan realmente a ninguna otra cosa que conozcamos, el que no sea de ninguna manera un escritor kafkiano, el que su temperamento, sin importar cuán melancólico, tenga muy poco en común con el de Celan, y el que carezcamos de la llave para abrir los secretos enterrados hondamente en lo mejor de la obra de Manea. Él mismo se ha referido a aspectos “cifrados” de una novela como El sobre negro, que –como algunas de sus demás obras– fue compuesta y revisada con el ojo de un censor rumano. Pero los secretos importantes que nos absorben como lectores de su ficción tienen poco que ver, en última instancia, con las particularidades de la política y la historia rumana bajo el comunismo. Este no es un escritor que importe profundamente porque haya tenido el valor de enfrentarse a los censores o de blandir posturas disidentes. Podemos rendir honores a su negativa a doblegarse ante cualquier línea partidista, o a traicionar la verdad de su experiencia, sin considerarlo un escritor esencialmente político. Aunque en él encontramos los pesares de la historia y las cargas de la conciencia enfrentada a las mentiras, estamos al tanto, en cada parte de su obra, de otros tipos de cargas, de misterios casi impenetrables y de ninguna manera reductibles a la política. Lo que surge en su obra como cifra o símbolo es siempre más de lo que podemos asir con seguridad.

¿Cómo sabemos que esto es así? Dirigimos la mirada, aunque sea brevemente, hacia la novela corta titulada “La gabardina”, incluida en el volumen Felicidad obligatoria, y recordamos que el abrigo parecería el elemento decisivo, la única cosa segura en la que podemos centrar nuestra comprensión. Pero luego nos preguntamos, ¿qué nos dice exactamente la gabardina aparentemente simbólica?, y descubrimos que le........

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