La justicia a ras de suelo
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Pocas reformas tienen el potencial de transformar un país tanto como aquella que toca a su poder judicial. Y pocas, como la recientemente aprobada, lo hacen desde un lugar tan profundamente político y con consecuencias tan desiguales. Porque, aunque se ha querido vender como un acto de democratización –poner a jueces, magistrados y ministros a elección popular–, lo cierto es que quien más pierde en este rediseño institucional es quien menos poder tiene: el ciudadano común.
En una democracia funcional, el poder judicial representa un contrapeso. Es el lugar al que acudimos cuando todo lo demás ha fallado: cuando un hospital nos niega atención, cuando un patrón se niega a pagar un salario justo, cuando el Estado violenta nuestros derechos. Pero para que esa puerta esté verdaderamente abierta, se necesita algo más que un tribunal; se necesita certeza. La reforma judicial, tal como se ha implementado, erosiona esa certeza.
Hoy, las personas que trabajan en juzgados de todo el país no saben si conservarán sus puestos. Equipos enteros –actuarios, secretarios, oficiales judiciales– trabajan con la espada de Damocles sobre la cabeza. Las audiencias se difieren, las notificaciones se tardan en llegar a las autoridades, las decisiones se posponen. En muchos órganos jurisdiccionales, los titulares –juezas y jueces de carrera– anunciaron que dejarían su puesto. Muchos pidieron su jubilación anticipada, otros declinaron participar en el proceso dejando a sus equipos en espera de que llegue el nuevo titular. Las y los litigantes –y con ellos, las víctimas, los trabajadores, las personas que acuden a buscar justicia– se enfrentan a un sistema que ha tenido que seguir trabajando cuando no hay incentivos para hacerlo.
Más aún, la incertidumbre no termina con la elección. Imaginemos a un ciudadano que lleva años litigando un juicio. Imaginemos que un nuevo juez, electo por voto popular, llega al........
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