Casa Rorty XLIX: Tiembla Occidente, si es que existe
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El fantasma que recorre hoy las sociedades occidentales es el fantasma del pesimismo: nos parece estar declinando y tememos ser incapaces de revertir este proceso. Y bien puede ser cierto. Pero sería ingenuo pensar ese temor se manifiesta hoy por primera vez; la historia de nuestras viejas sociedades es, en buena medida, la historia de su derrotismo. Desde este punto de vista, la célebre frase que Cyril Connolly escribió en las páginas de la revista Horizon al comienzo de la II Guerra Mundial –“Ha sonado la hora de cierre en los jardines de Occidente”– habría sido pronunciada en innumerables ocasiones, con palabras distintas, por diferentes profetas.
Durante mucho tiempo, sin embargo, el derrotismo fue un turnismo: el poder amasado por Occidente se repartía desigualmente entre sus miembros y tanto pronto España lloraba su 98 como Estados Unidos consolidaba su ascenso, igual que Gran Bretaña lloraría la pérdida de su imperio en torno a 1948 y Alemania se convirtió en alumno ejemplar de la globalización hasta que un buen día descubrió que había dejado de serlo. De manera análoga, el declinismo ha sido abrazado por distintos grupos sociales o coaliciones ideológicas según la década y el lugar: los conservadores podían lamentar la secularización y los progresistas clamar contra el neoliberalismo. Huelga decir que la Guerra Fría planteó algunas complicaciones desde el punto de vista conceptual: el comunismo soviético tenía su origen doctrinal en las filosofías de la historia de corte idealista, pero se desplegó en Europa Oriental con Rusia como director de orquesta y China como primer violín. Así que no resultaba fácil discernir si el enfrentamiento entre capitalismo liberal y socialismo de Estado tenía lugar dentro de Occidente –máxime cuando los partidos comunistas enarbolaban un ideal universalista y pujaban con fuerza en algunas democracias europeas– o si Occidente se veía amenazado por un rival sin adscripción geográfica precisa.
Cuando de historia hablamos, siempre pasa igual: la dificultad está en saber si esta vez es diferente. A primera vista, la situación presenta algunas novedades. Y la principal reside en que Occidente no solo padece un conjunto de problemas internos de difícil solución, sino que tiene delante una potencia emergente –China– que discute su hegemonía y plantea un camino alternativo hacia la prosperidad material y el dominio geopolítico. Mientras tanto, Rusia se ha alejado irremisiblemente de Occidente y no sabemos con exactitud qué posición ocupan en ese tablero potencias como la India o Turquía. Sabido es que China practica con aparente éxito un autoritarismo con rasgos totalitarios y, si bien eso habría bastado en el pasado para separarla con claridad de las sociedades occidentales, en el interior de estas últimas ha prosperado una visión iliberal del Estado que emborrona la distinción entre amigos y enemigos de la democracia. Y la unidad del bloque occidental, que siempre fue frágil, se resiente.
Del lado norteamericano, Trump está tensando la cuerda que une entre sí a las democracias occidentales sin llegar a romperla; del lado europeo, los populistas de derecha e izquierda ganan apoyo social. Regresa el dirigismo estatal, abrazado esta vez también por la Casa Blanca; y si esta última pone en práctica una versión radical del proteccionismo comercial, el crédito de la UE como adalid del libre comercio nunca ha sido demasiado grande: nadie sabe cómo va a ratificarse el acuerdo con Mercosur. Simultáneamente, las opiniones públicas endurecen su postura sobre la inmigración y cunde el miedo a las consecuencias imprevistas del cambio tecnológico. Es así patente que la Gran Recesión ha tenido un impacto duradero en buena parte de Occidente, que sufre además los efectos de una crisis demográfica que complica el mantenimiento de las políticas bienestaristas; los jóvenes se sienten perjudicados por ellas. Y no es imprescindible que la sensación de abandono y declive se encuentre siempre fundada en realidades objetivas: uno puede sentirse desaventajado incluso si los datos le dicen lo contrario.
Digamos entonces que el declinismo contemporáneo trae consigo una novedad insoslayable: un modelo de organización social alternativo, desarrollado en un país que nunca ha sido él mismo “occidental”, amenaza con romper una hegemonía que solo el comunismo soviético se había atrevido a cuestionar. Antes, claro, hubo imperios orientales que cuestionaron el dominio occidental: el Otomano, el Ruso, el Japonés. Pero tanto rusos como japoneses terminaron por mirar hacia Occidente, adoptando muchas de sus innovaciones legales y tecnológicas; pese a que la caída del imperio turco tras la Gran Guerra condujo a la secularización de la mano de Atatürk, difícilmente puede afirmarse que los otomanos se hubieran mantenido a........
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