Cuevas fuera de su cueva
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De frente abombada y embestidora, mirando como por encima de las cejas, muy parecido a las mascarillas de Beethoven que parecían responderle la mirada desde las vitrinas de la casa Veerkamp de instrumentos musicales, con las muñequeras de cuero que usaba (y usa) para fortalecer el pulso dibujante, con los dos gordos tomos del Jean Christophe de Romain Rolland bajo el brazo, su Biblia de artista heroico, José Luis Cuevas desde la adolescencia imitaba al personaje genial que en el fondo era (y es), e iba erigiendo su mítico anecdotario de enfant terrible. Invitado a comer sopa de almejas en casa de un amigo miraba asustado las conchas y preguntó si esas piedras se comían; en alguna casa bien casi hizo desmayarse a señoras otoñales contando que, pues las modelos eran demasiado caras para él, iba a los anfiteatros de los hospitales a retratar putas muertas, una de las cuales quizá era el célebre Fantasma del Correo, la mujer nocturna de edad babilónica que trotaba por la esquina de Tacuba y San Juan de Letrán y por la acera del edificio de Correos; y en otro episodio de su leyenda, cuando estaba en el lecho con una de sus enamoradas admiradoras, que era una belleza pero no del tipo de las que le atraían, ella, después de horas de inútiles escarceos, le habría chillado: ¡José Luis, por favor, haz de cuenta que soy tuerta y jorobada! (“como las de tus dibujos”, pudo haber añadido).
Cuevas es un genio cuando en la soledad dibuja,........
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