El ensayista experimental
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La vitola de los clásicos a veces es embrutecedora. La reverencia y la solemnidad son aconsejables, sin duda, pero dejan de serlo cuando sobreponen a la fuerza formas del pudor, de la corrección social, del planchado al vapor. Y Baroja está lleno de arrugas e incorrecciones de todo tipo; está tan impúdicamente vivo que asombra releerlo en medio de la turbiedad ético-política de hoy. Es probable que nunca tuviese al ensayo como casa propia y sin embargo esa casa podemos hacerla nuestra, actualísima, tanto en la fiereza ocasional como en la inflexibilidad o incluso el fundamentalismo de su independencia.
Paradójicamente, sin embargo, y desde muy pronto, se siente deslizándose por un plano inclinado que nada conseguirá levantar ya, como si la operación de próstata a la que se someterá en el verano de 1921 tuviese valor simbólico más allá de la reparación de averías físicas. Tiene en torno a 45 años y empieza entonces lo que Mainer ha llamado en su Pío Baroja (Taurus, 2012) “tiempo de reflexión”. En la impunidad divertida de la carta privada se retrata como un “pato viejo al lado del fogón” –según le escribe a Paul Schmitz ese año–. Pero cuando no había cumplido todavía los treinta se sentía ya como un paralítico al lado de la vitalidad gimnástica de Ramiro de Maeztu y las efusiones nietzscheanas de Hacia otra España (1900).
Sin embargo, es precisamente en esa etapa de lucidez sobre su presunta decadencia cuando Baroja tantea su vocación de ensayista de ideas con orden y concierto: “el hombre que estudia algo y no siente instinto de innovación es un cretino; el que siente la innovación y trabaja por ella es un revolucionario; el que siente la innovación, trabaja por ella y duda de ella es un humorista”, seguramente como lo es él, que escribe esas líneas precisamente en La caverna del humorismo. Pero en Baroja siempre espera a la vuelta de la esquina una paradoja más: por mucho que en las Obras completas de Círculo de Lectores se rotulen como ensayo tres gruesos tomos, Gonzalo Sobejano sospecha que ensayo, lo que se dice ensayo, Baroja solo escribió uno, ese mismo La caverna del humorismo que acabo de citar, publicado en 1920 y escrito en los meses inmediatamente anteriores. Pero ni siquiera parece muy segura esa atribución, como no sea tras asumir la desconfianza de Baroja hacia el género. Quizá ahí empezó la certidumbre (equivocada) de que ese ensayismo vagamente sesudo o paródicamente universitario era un error literario o, mejor, una vía muerta.
Porque prosa de ideas y de combate, batalladora, insolente, suspicaz, irritable y a ratos intolerante ha escrito mucha desde la última década del siglo xix en múltiples periódicos y revistas. El hervor de la actualidad ha sido un estímulo creativo tan potente como la vocación de narrador y novelista. En su primer libro de artículos combina sin aprensión relatos, microrrelatos, estampas y artículos de opinión propiamente dichos, y ese primer libro, El tablado de Arlequín, es de 1904. Para entonces ha ganado alguna fama de escritor nuevo y modernista, con sus diversos libros novelescos, y en particular con la trilogía del mismo año La lucha por la vida. Sus diagnósticos sobre la sociedad española han sido los habituales en sus amigos: como ellos, él ve a España como “una especie de gelatina sin irritabilidad” y también ha clamado acremente contra la brutalidad cruel e inhóspita de una sociedad acartonada, atada a la vigilancia de una moral católica “repulsiva” –adjetivo barojiano por antonomasia– y presuntamente ilusionada con una fe en la democracia absurda, en el fondo nociva y que Baroja no comparte ni en el fin de siglo ni al final de su vida: nunca.
Lo que no va a perder Baroja es la fe en la función mayor del intelectual burgués. La define de muchos modos, pero en torno a 1917, cuando redacta Juventud, egolatría, todavía es algo tan raso y elemental como “pulverizar la sociedad del pasado”. Cuando se explica a sí mismo en las páginas de El Socialista de 1908 tampoco se anda por las ramas: “el intelectual burgués va demoliendo la casa vieja e incómoda” y su misión no es otra que “destruir. Hay que destruir tenazmente, implacablemente” porque el intelectual burgués conoce “la tramoya de la vida política y social” y, en la cercanía de la rebeldía nihilista, “señala con rabia y con desprecio todas las aberraciones y tonterías de que ha sido testigo” (XIII, 234-235). Casi diez años después, sigue vivo el instinto central de la literatura de Baroja: la inyección de piedad y sentimiento en el hosco corazón de una sociedad brutalizada, que festeja las miserables costumbres populares y es social y humanamente insensible hasta la exasperación. En 1915 piensa que “hoy, que todavía la fuerza es dura, brutal y atropelladora, hay que tener piedad; piedad por los desheredados, por los desquiciados, por los enfermos, por los ególatras, cuya vida es solo vanidad y aflicción de espíritu” (XIII, 254).
Egolatría es otra palabra del repertorio privado de Baroja y es la que usa para titular su primer intento de autobiografía más o menos formal, o su primera tentativa de ensayo en formato autobiográfico, o su primer asomo al memorialismo en forma de ensayista, a saber. Porque no es fácil sintetizar cómo concibe Baroja Juventud, egolatría (1917), fuera de reconocer en ella una de sus mejores obras. No se desdijo nunca de ella, le propocionó nuevos lectores y también un buen puñado de elogios, entre ellos los de sus amigos Azorín y Ortega. Con ambos se trataba desde mucho tiempo atrás, y ahora ha estrechado la relación particularmente con el segundo. Se ven casi a diario en la redacción del semanario España, entre 1915 y 1916, cuando lo dirige Ortega y allí acuden los dos de tertulia. Ortega habla y Baroja escucha sin interrumpir nunca, como repetirá tantas veces, porque solo ante Ortega confiesa una intensidad de experiencia intelectual........
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