Maurice Pialat: La bestia humana del cine
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La película que le contagió la vocación del cine fue La bestia humana, de Jean Renoir. La vio tres o cuatro veces seguidas, siendo adolescente, en alguno de esos cines de barrio de su infancia y juventud, en la banlieu de Courbevoie, tal vez en Montreuil… Lo cuenta el propio Maurice Pialat en una de sus últimas entrevistas, en El amor existe, un documental que toma prestado el título de uno de sus primeros cortos para trazar un retrato del cineasta después de su muerte. Su padre regentaba un quiosco y él había visto, en alguna de las muchas revistas de información cinematográfica de la época, una foto de Renoir en el rodaje de , encima de una locomotora con las gafas de maquinista, abrazando a su camarógrafo para protegerlo de las corrientes de viento durante la filmación de alguna toma. Es una imagen memorable y se entiende que generase fascinación en Pialat niño. La película se estrenó en Francia en diciembre de 1938, nueve meses antes de que diera comienzo la Segunda Guerra Mundial, cuando Pialat contaba apenas trece años. Se reía al evocar el tiempo que pasaba en su cama, haciendo el gesto de asomar la cabeza por una ventanilla ficticia, a imitación de Jean Gabin en la ya mítica película de Renoir. Pero entonces Pialat no pensaba dedicarse al cine. Le gustaba más pintar o incluso leer, pero era un mal alumno en la escuela y sentía un cierto abandono de sus padres, que atravesaban problemas económicos y no parecían tener tiempo para su único hijo. Así que dan ganas de ver más allá en aquel gesto suyo de sacar la cabeza para atisbar un camino por recorrer.
La propia imagen del tren, llegando a una estación, lo mantendría cautivado cuando ya era un cineasta consagrado. “Tiene más de milagro La llegada de un tren a La Ciotat,de los Lumière, que mi miserable milagro de Bajo el sol de Satán”, se le escucha decir también, con su proverbial capacidad irónica y autocrítica. Pero luego iba más al fondo del asunto: “Lumière es el campeón absoluto del realismo, pero a mí sus películas me parecen una fantasía. Y esa fantasía, que debería estar en todo el cine, no tuvo continuidad.” La afirmación podría cifrar toda una ontología del cine, pero también de su propia filmografía, demasiadas veces asociada a una falsa idea del realismo, o de su particular manera de entender el realismo. Pero al volver hoy a las películas de Pialat se hace evidente que han superado esa supuesta denominación de origen, y que solo nos queda terminar de arrancarles la etiqueta, como él mismo hizo entonces con las películas Lumière. Saber ver lo extraordinario en lo ordinario, en la vida que se filma pero también en el propio hecho de filmar. Porque en cada una de sus películas hay siempre una hiperconsciencia del propio cine y una recuperación de aquella esencia tantas veces perdida del cine como juego; juego serio. Por eso sus actores a veces no pueden dejar de mirar a cámara, no como un gesto posmoderno sino como una constatación de la búsqueda, en ocasiones incluso de la perplejidad, de no saber bien cómo hacer, cómo actuar. Es, de nuevo, esa tradición que empieza en los Lumière y tiene su centro de gravedad en Renoir, el cineasta que afirmó tener menos interés por los personajes que por los actores que los interpretaban, a los que trataba de comprender y dar espacio. Si Pialat nos puso sobre la pista de La bestia humana, una de las películas más duras y sombrías de Renoir, es porque en ella podemos intuir la semilla de su propio cine existencial de luchas internas, celos y resentimientos, violencia y pasiones; un cine neorenoiriano, quizá demasiado humano.
Arte del presente
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