Zülfü Livaneli revisa la historia con una novela
Nombre de usuario o dirección de correo
Contraseña
Recuérdame
A lomos del tigre, publicado por Galaxia Gutenberg en 2024, es la novela del turco Ömer Zülfü Livaneli (Ilgın, 1946), autor muy leído y activista político en su país, además de cantante y compositor musical. Varias de sus novelas han sido adaptadas al cine y otras, como Bliss y Serenata para Nadia, han ganado premios internacionales. Orhan Pamuk, Premio Nobel de Literatura, habla muy bien de su compatriota. A lomos del tigre es una novela histórica, no cabe duda, situada en Salónica (Tesalónica), en el Imperio otomano, entre 1909 y 1912. Su título turco es Kaplanın sırtında. İstibdat ve hürriyet (2022). Se inspira del documento Sultan 2. Abdülhamidín Sürgün Günleri: Hususi Doktoru Atif Hüseyin Bey’in Hatirati 1909-1912, apuntes del médico militar Atif Hüseyin. El Sultán 2 es Abdul Hamid II (1842-1918) que reinó de 1876 a 1909, en calidad de soberano número 34 de la gran dinastía fundada por Osmán; la revolución de los Jóvenes Turcos lo destronó en 1909 y lo encarceló con su familia en un palacio desafectado en Salónica, baluarte de los militares golpistas del Comité Unión y Progreso, órgano supremo de los Jóvenes Turcos. Cuando en noviembre de 1912 los ejércitos de Serbia, Montenegro, Grecia y Bulgaria derrotaban a las fuerzas otomanas, en la víspera de su entrada a Salónica, Abdul Hamid fue llevado a Constantinopla y encerrado en el palacio Beylerbeyi donde murió, en febrero de 1918, sin ver la ruina definitiva del Imperio otomano.
El título de la traducción al español corresponde a la metáfora empleada por el sultán para definir la situación de quién rige los destinos del Imperio otomano; la fuente fundamental utilizada por el autor son los apuntes del médico militar Atif Hüseyin Bey, del hospital de Salónica, nombrado por sus correligionarios Jóvenes Turcos para visitar cada día y atender al destituido monarca y a su familia. Cada noche, de manera metódica, apunta en letras minúsculas, en un pequeño cuaderno, sus observaciones diarias y sus conversaciones con Abdul Hamid. Conversaciones que se alargan cada día porque el doctor, progresivamente ganado por la curiosidad, lanza preguntas; desea entender, no solo la personalidad del “déspota sanguinario”, sino la historia del imperio en los últimos cien años y de la ruina que lo amenaza: cayeron y siguen cayen- do los Balcanes, se perdió Egipto, los italianos toman a Libia, los vecinos cristianos forman la Liga Balcánica… Poco a poco, el odio y el desprecio iniciales que tiene hacia el “sultán rojo” –el de las manos rojas de sangre– se transforman en una empatía, precursora de una verdadera simpatía. Al principio, Atif Hüseyin Bey se asusta de su evolución, hasta se escandaliza y siente vergüenza. Luego se deja llevar, aunque se cuida de expresar su sentimiento cuando habla con sus colegas oficiales.
Los cuadernos del doctor han sido publicados en turco, pero mi ignorancia de esta lengua no me permite comparar todo lo que apuntó con el uso que hizo de ellos Ömer Zülfü Livaneli. Sin embargo, lo que sé de la historia otomana y turca me permite decir que estamos en presencia de un hermoso caso de “revisionismo histórico”, en el sentido positivo del concepto. La cuarta de forros reza correctamente que la novela es “un vívido relato de la vida en el exilio del último gran sultán otomano”; último “gran”, porque hubo todavía dos después, que no fueron grandes, su medio hermano Mehmed V (1909-1918) y el muy efímero Mehmed VI (1918-1922).
Abdul Hamid II hubiera querido escribir sus memorias, pero los militares prohibieron que consiguiera papel y pluma; astuto, poco a poco despierta el interés del doctor y, de hecho, le dicta, a lo largo de amenas conversaciones, sus memorias. Quiere antes que todo limpiarse del apodo de “el sultán rojo”. En las páginas 294 y 295, le pregunta al doctor:
–¿Cree usted que soy un asesino? […] O sea, ¿soy el sultán rojo, como me llama la prensa extranjera? ¿Tengo las manos manchadas de sangre como esa tal lady Macbeth? Veo que incluso usted duda en contestarme, doctor Bey, hijo mío. De entre todas las innumerables calumnias que se lanzan contra mí hay dos que me molestan mucho. Una es la de que he perjudicado a nuestra religión y al Corán, como dice la fetua redactada por el jeque del islam. ¿He sido un sultán que se pueda destituir con semejante alegato? Si fueran temerosos de Dios no lo hubieran hecho. Que el Todopoderoso los juzgue. […]
¿Ha oído hablar del rey de Bélgica, Leopoldo II? ¿No se supone que es un rey europeo, civilizado? Bien, ¿sabe lo que ha hecho en el Congo? Por supuesto que no, porque la prensa europea estaba ocupada presentándome como un asesino sediento de sangre y no hablaba de la opresión a la que este rey sometía al pobre pueblo congoleño. Por órdenes del rey, mataron allí a diez millones de personas. ¿Puede imaginarlo? Diez millones de almas, niños, mujeres, hombres. Asesinados sin distinguir entre viejos y jóvenes. ¿Y sabe lo que hicieron? Además, les cortaron las manos a millones de ellos. Me enseñaron fotografías. Un espectáculo inconcebible, no hay corazón que aguante ver niños con las manos cortadas. A un hombre como yo, que teme la guerra y se resiste a matar a nadie, le proclaman sultán rojo y a Leopoldo lo llaman civilizado. ¿Y qué opina del zar ruso? Son incontables los que ha enviado a Siberia, a la muerte. Pero se le tolera, por supuesto, porque es cristiano. Yo he sido el único criminal de este siglo, el que ha puesto dificultades a las potencias que querían repartirse su país.
Volveré sobre el tema de las “dificultades” que ha puesto a las potencias imperialistas. En 1904 una Comisión Internacional de Investigación reportó lo que pasaba en el Congo, Estado independiente, de hecho propiedad de Leopoldo II entre 1885 y 1908.
El segundo rey de los Belgas, Leopoldo (1835-1909), hermano de Carlota, la efímera emperatriz de México, dejó en Bélgica la fama de un rey progresista y modernizador, pero desde 1890 empezaron las denuncias contra su política de explotación sin freno del Congo y la búsqueda patológica de la ganancia. Si bien no todos los historiadores aceptan la cifra de diez millones de muertos referida en aquel entonces, señalan el terrible costo demográfico de la dominación privada ejercida por Leopoldo. Abdul Hamid no inventa lo de las manos cortadas.
–¿Cómo me voy a tranquilizar, doctor Bey, hijo mío? ¿Cómo me voy a tranquilizar? ¿Piensa que es fácil pasar a la historia como un asesino con las manos manchadas de sangre aunque no se tenga culpa de nada? Los armenios me siguen llamando asesino.
En ese momento el doctor se transportó a los años de su juventud en Estambul. Como decía el sultán, los terroristas armenios habían sido indultados, pero al día siguiente, masas de musulmanes, turcos, kurdos, bosniacos, armados con hachas, rompieron las puertas de sus vecinos armenios y los mataron a todos en sus casas, sin atender a su edad. Aquello se convirtió en una masacre. […]
–Mire –continuó el sultán–, yo siempre me he portado bien con mis súbditos. Los he tratado como un padre trataría a sus hijos, igual. Gracias a mí, muchos armenios se hicieron ricos, la familia Balyan siempre ha construido nuestros palacios y en mis gobiernos había ministros armenios. En cuanto a los rumíes [los otros cristianos de Europa], lo mismo. Estimaba tanto al cambista Zarifi como para llamarle “tío”, en la conferencia de Berlín me representó Karatodori Bajá, ya le he hablado de Müzürüs Bajá… ¿Quiere que abunde más? Y pregúntele al gran rabino cómo me he comportado con los judíos.
Müzürüs Bajá es Konstantinos Mousouros (1807-1891), cristiano, brillante diplomático otomano, embajador en Atenas y Viena antes de serlo durante 35 años en Londres. Tradujo al griego y al turco La divina comedia.
Reflexiona Abdul Hamid que “el hombre inteligente no tenía nada que ver con la fuerza bruta, las ejecuciones, las guerras. El uso de la violencia era algo exclusivo de gentes de escasa inteligencia”. Insiste en que él “así se comportó cuando unos bandidos armenios asaltaron el Banco Otomano y masacraron a tantos”. El 26 de agosto de 1896, un comando dirigido por Papken Suni y Armen Karo, de la Federación Revolucionaria Armenia, Dashnak, tomó el banco en Estambul. El doctor apunta que, de acuerdo con su paciente, “cuando todos esperaban que se castigara a los asaltantes con extrema dureza, él los indultó como un gobernante maduro y los mandó al extranjero en un yate, pero luego se limitó a observar entristecido cómo el fuego de la venganza que prendió al día siguiente en Estambul se convirtió en una revuelta que concluyó con la muerte de cientos de sus súbditos armenios”.
El doctor comenta esas afirmaciones con sus amigos los oficiales Jóvenes Turcos, poseídos por la curiosidad. ¿Qué tipo de hombre es el “infiel rojo”?
Hablaba de lo bien que había gobernado el imperio, de lo compasivo que era y demás. ¿Os lo imagináis? El sultán rojo y la compasión… Un chiste. Incluso llegó a afirmar que no había masacrado a nuestros compatriotas armenios. Que había indultado a quienes habían atentado contra él. Ahí, la verdad es que yo estaba un poco confuso. Para qué voy a mentir, estaba confuso porque los indultó de verdad, ¿no?
–Sí –dijo el comandante Saffet, de Malatya, unos años mayor que él–. Lo que recuerdas es verdad, pero fue una táctica suya. Intrigas de principio a fin. Hace como si no hiciera. A ver, ¿cuántos miles de súbditos armenios mató después de aquel atentado frustrado en Estambul? Dejó libres a los participantes por la presión de las grandes potencias y de las embajadas, pero por detrás provocó al pueblo y lo lanzó contra los armenios.[…] Y los sucesos del este fueron aún más terribles.
–Bien, pero, mi comandante –intervino un tercer compañero, el capitán Nihat–, ¿no es cierto que los komitadji armenios, los hunchak, se levantaron en armas y cometieron matanzas? [Komitadji: los de los comités, organizaciones revolucionarias. Hunchak: militantes del Partido Socialdemócrata Hunchak, fundado por siete estudiantes armenios marxistas en Ginebra en 1887. En 1894, los hunchak organizan la resistencia en Sasun.]
–Sí –respondió el comandante–, es........
© Letras Libres
