Autónomas milenarios
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Como tantas otras artes escénicas japonesas, un espectáculo de marionetas bunraku discurre en la frágil franja que separa la belleza de la tortura.
El actor principal que las maneja, maestro del ningyo joruri, tarda casi treinta años en llegar a serlo. En ese momento, tiene derecho a descubrirse, liberarse de la capucha y ser reconocido como artista. Antes, de aprendiz, pasará diez manipulando las piernas, en una incómoda posición encorvada y bajo el uniforme negro y anónimo, hasta hacer andar a su muñeco que, de ser hembra, sólo puede enseñar los etéreos bordes de su kimono. Por eso, el aprendiz se las arregla para hacer del movimiento un ejercicio de sugerencias y la muchacha mecánica camina en el vuelo leve de la tela. A partir de ahí, puede ser promocionado a la condición de manipulador del lado izquierdo del títere, empeño en el que transcurren quince años más.
La cabeza del autómata, tallada en la madera dura y blanda del árbol ciprés, se vacía, se pule y maquilla y se prepara para que el maestro, con una sola mano, la sostenga en vilo a veces tan pesada como un niño pequeño, manejando el complicado mecanismo de poleas, de caídas y arrastres del cráneo hueco con un juego de hilos en cada dedo.
El rostro es el más evanescente de los objetos, dice Lacan. Mientras los actores permanecen encapuchados, ocultos y oscuros, la muñeca abre y cierra la boca, vive, gime, respira, piensa, canta, se venga, llora, grita, se sonríe, palidece, se ausenta y se repite en el mancomunado esfuerzo, esfuerzo perverso y dolido, de sus porteadores.
Y uno se pregunta quién lleva a quién, qué es antes y qué lo verdaderamente animado, si el titiritero porta a su marioneta o, en realidad, aquél es conducido por este espectro de trapos, varas y pintura. Cuando Heinrich von Kleist, en su famoso ensayo sobre el alma de los autómatas,........
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