El apostolado de Joaquín García Icazbalceta
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Mediados del siglo XIX. Hacienda Santa Clara, en el Distrito de Cuernavaca, hoy estado de Morelos. Muy temprano, el joven Joaquín García Icazbalceta recorre los cañaverales de su hacienda, que abarcan ochocientas hectáreas de las más de 20 mil que componen la propiedad. Es enero, y cientos de trabajadores vestidos de manta –algunos empleados permanentes, otros jornaleros temporales llegados de Jonacatepec y pueblos vecinos– aprovechan la frescura de la mañana para cortar la caña y transportarla al trapiche. No muy lejos, la doble joroba del cerro de Chalcatzingo se recorta en el horizonte. La labor es ardua y Joaquín disfruta supervisarla personalmente:
Desde que se prepara el terreno, hasta que se corta la caña, se tiene que trabajar en el campo soportando el sol abrasador de aquella zona. Los continuos riegos que deben darse en determinado tiempo y durante ciertas horas; la diversidad de arados que se emplean, según la calidad de la tierra o el estado de la caña que va creciendo. Los distintos aparatos que son necesarios, como el tacho al vacío, las defecadoras, calderas de vapor y las varias combinaciones que demandan sumo cuidado y atención. Tantos dependientes que se emplean. Administrador, segundo de campo, purgador, maestro de purga, mayordomo, cinco o seis guardamelados, caporal, trapichero, carretoneros […] ¡la mar! costando todo un platal, parece que jamás estaría a nuestro alcance el azúcar para tomar nuestro cafetito resignándonos a tomarlo endulzado con miel de enjambre, o mejor sin dulce.1
A lo largo de las cuatro décadas en que estará al frente de la hacienda tras la muerte de su padre en 1852, Joaquín no la descuidará nunca. Por el contrario, la convertirá en una de las más productivas de la región, gracias a su inversión en “costosísimos y modernos aparatos” que no solo aumentan las ganancias, sino que permiten “economizar trabajo, haciendo así soportable a aquellos infelices la maldición que pesa sobre el hombre”.2
Nacido el 21 de agosto de 1825, Joaquín era hijo de Eusebio García Monasterio, un acaudalado español peninsular, comerciante en vinos, y de Ana Ramona Icazbalceta y Musitu, cuya familia era la dueña original de aquella hacienda y de la vecina de Tenango desde mediados del siglo XVIII. A raíz del decreto de expulsión de los españoles, la familia había dejado el país en enero de 1829 avecindándose en Cádiz. Allí, Joaquín escribió a los nueve años un diario ilustrado que llamó Mes y medio en Chiclana o viaje y residencia durante este tiempo en Chiclana y vuelta a Cádiz, muestra de su temprano interés por las letras. Descubrió también una precoz vocación de editor dando a luz a un curioso cuadernillo (El Elefante) que a su regreso a México, en 1836, continuó con El Ruiseñor, lleno de noticias eruditas sobre los temas más diversos (el zodiaco, las estaciones del año, tablas de longevidad) y con epigramas, poesías, charadas, crónicas originales, como aquella que describe la lucha entre un toro y un tigre en la plaza de toros de San Pablo en 1838:
Entreabrióse una puerta de la fuerte jaula que debía ser el teatro de tan desigual combate y apareció la tremenda fiera capaz de imponer al ánimo más esforzado, la que llegando a percibir por el olfato el lugar por donde se hallaba su contrario no se apartaba de él, siendo preciso distraerlo para que no lo sorprendiera al momento de su salida, lo que se consiguió. Abierta ya la puerta del toril aparece el toro destinado a combatir con la fiera. Levántase la compuerta de la jaula y ya se hallan juntos los dos combatientes.3
Católico ferviente, el joven no pisó la escuela pero tuvo una esmeradísima educación privada. En septiembre de 1847 participó en la Batalla de Molino del Rey contra los invasores estadounidenses como parte del batallón Victoria, formado por voluntarios. Posiblemente ese mismo año comenzó a preparar El alma en el templo, un pequeño librito de oraciones que imprimió con sus propias manos en 1852. Lo reimprimió con gran éxito en nueve ocasiones. En 1850, con veinticinco años, se unió a la Sociedad de Geografía y Estadística.
Su vida activa tendría dos vertientes, una propiamente empresarial, otra política. De ambas se han rescatado valiosísimos acervos epistolares y documentales que serán sustento de la biografía integral que sin duda merece y que alguien, alguna vez, escribirá. En 2013, por ejemplo, se publicó una compilación de 333 cartas que dirigió a su hijo Luis con intención didáctica.4 Esta compilación es importante, pero es apenas un vislumbre a un solo aspecto de su vida privada, pues a lo largo de 44 años escribió no menos de seis mil cartas.
Firme, laborioso, responsable –le apodaban “el Tigre”–, Joaquín disfrutaba su deber material y familiar. Pero a mediados del siglo XIX la vida en los alrededores de sus haciendas no era lo que sugerían sus radiantes días. Surcaban aquella tierra antiguas y silenciosas corrientes de violencia que de pronto afloraban, como protagonizando una feroz venganza histórica. Y es que en aquel distrito se vivía una representación cíclica de la conquista: indígenas y mestizos en sus comunidades, criollos y españoles en sus haciendas, respondían de modo distinto a una pregunta ancestral: ¿de quién es esta tierra?
En un informe fechado en 1850 el prefecto político de Cuernavaca, ciudad cabecera de la zona, explicaba: “La palabra tierras es aquí piedra de escándalos, el aliciente más enérgico para un trastorno y el recurso fácil del que quiere hacerse de la multitud.”5 Ni siquiera el triunfo de la revolución de Ayutla –encabezada por Juan Álvarez– y el posterior establecimiento del gobierno moderado de Ignacio Comonfort paliaban los ánimos. Con referencia a los repetidos conflictos en la zona, el ministro de Gobernación José María Lafragua temía una restauración azteca: “querrán [los indios] que se les devuelvan sus bienes y llegarán a pensar en el trono de Guatimotzin”.6 Y todavía en 1857 el poderoso cacique Juan Álvarez –cuya fugaz presidencia se había asentado precisamente en Cuernavaca– daba a la luz un manifiesto donde acusaba a los hacendados de los despojos que “se perpetran de día en día a fuer de que son españoles o comensales de estos”.7 Los hacendados, por su parte, respondieron afirmando que “ni la quinta parte de las fincas situadas en ambos distritos [de Cuernavaca y Morelos] pertenecen en propiedades a españoles”.8 Entre los firmantes estaban los hermanos García Icazbalceta.
La llegada de la paz porfiriana amainaría, temporalmente, esa turbulencia. Pero faltaban casi dos décadas para ese advenimiento, décadas decisivas y violentas: la Reforma, la Intervención, las discordias civiles, el bandidaje de los famosos “plateados”:
Los bandidos de la tierra caliente eran sobre todo crueles. Por horrenda e innecesaria que fuera una crueldad, la cometían por instinto, por brutalidad, por el solo deseo de aumentar el terror entre las gentes y divertirse con él. El carácter de aquellos plateados (tal era el nombre que se daba a los bandidos de esa época) fue una cosa extraordinaria y excepcional, una explosión de vicio, de crueldad y de infamia que no se había visto jamás en México.9
Para encarar esa circunstancia –las labores de las haciendas y los avatares de la política– el joven hacendado tenía un aliciente secreto para aplicarse a su vida contemplativa: el “dulce jugo” –como llamaba a la miel de caña de azúcar– le daba tiempo y recursos para sus “calaveradas literarias”, como modestamente llamaba a la inapreciable labor historiográfica y editorial que desplegaría por casi medio siglo.
Justamente sobre ella –como una profecía vocacional– Joaquín escribió en 1850 una carta al historiador duranguense José Fernando Ramírez, veinte años mayor que él, que debió consolar a aquel hombre que tan gallardo papel había jugado en la defensa de la patria recién derrotada por el invasor americano. Solo el estudio de la historia antigua de México y el rescate de sus documentos iluminaba la vida de Ramírez, pero la súbita aparición epistolar de aquel joven mostraba que no estaba solo:
Hace ya algunos años que comencé a mirar con interés todo lo que tocaba a nuestra historia, antigua o moderna, y a recoger todos los documentos relativos a ella que podía haber a las manos, fuesen impresos o manuscritos. El transcurso del tiempo en vez de disminuirla fue aumentado esta afición que ha llegado a ser en mí casi una manía. Mas como estoy persuadido de que la mayor desgracia que puede sucederle a un hombre es errar su vocación, procuré acertar con la mía, y hallé que no era la de escribir nada nuevo, sino acopiar materiales para que otros lo hicieran; es decir, allanar el camino para que marche con más rapidez y con menos estorbos el ingenio a quien esté reservada la gloria de escribir la historia de nuestro país. Humilde como es mi destino de peón, me conformo con él y no aspiro a más: quiero, sí, desempeñarlo como corresponde, y para ello solo cuento con tres ventajas: paciencia, perseverancia y juventud.10
El apostolado historiográfico de García Icazbalceta había comenzado años atrás. En 1849, y debido a la activa mediación de Lucas Alamán, García Icazbalceta cultivó una amistad con William H. Prescott, de quien tradujo y anotó su Conquista del Perú, y gracias a esa tarea pudo encargarle copias fieles de obras como las historias del franciscano fray Toribio de Benavente “Motolinía”, del tlaxcalteca Diego Muñoz Camargo y del cronista Gonzalo Fernández de Oviedo. Por varios años el historiador consagrado y el joven editor intercambiaron una correspondencia bibliográfica nutrida y beneficiosa. El 29 de noviembre de 1853, por ejemplo, García Icazbalceta le informaba los pormenores de un arribo deslumbrante, en el que venían, entre otras joyas, dos obras fundamentales, la Historia de los indios de la Nueva España de Motolinía y la Historia eclesiástica indiana de fray Jerónimo de Mendieta, una carta inédita de Hernán Cortés, dos originales de fray Bartolomé de las Casas “y cerca de cincuenta relaciones de ciudades con mapas”.11
Para entonces, García Icazbalceta contribuía activamente en una obra colectiva que constituyó una respuesta intelectual a la desazón histórica que se vivía en México tras la derrota de 1848. Era el Diccionario universal de historia y geografía dado a la luz en España por una sociedad de literatos distinguidos, y refundido y aumentado considerablemente para su publicación en México con noticias históricas, geográficas, estadísticas y biográficas sobre las Américas en general, y especialmente sobre la República Mexicana, impreso entre 1853 y 1855 en diez tomos, los últimos tres dedicados en exclusiva a México. Como si de pronto tomara conciencia del territorio que providencialmente todavía era suyo, la élite intelectual criolla se interesó en hacer su inventario material y espiritual. La obra fue parte del “descubrimiento” de México que ocurría periódicamente en la historia mexicana, casi siempre asociado a una crisis (el trauma destructor de la conquista, la relegación social de los criollos en los siglos XVI y XVII, la expulsión de los jesuitas en 1767). Fue también una revaloración de la historia y las tradiciones propias, un intento por rehacer la unidad, cuya carencia varios reconocían como la causa principal de la derrota. Al recobrar el impulso nacionalista y patriótico truncado por la salida de los jesuitas, aquel grupo volteó hacia dentro, descubrió paisajes naturales, edificios, trajes, tipos populares, y produjo varios espejos editoriales: Los mexicanos pintados por sí mismos (1855), México y sus alrededores (1855-1856) y el Atlas geográfico, estadístico e histórico (1858) de Antonio García Cubas. Fue el momento en el que aparecen las ilustraciones de Casimiro Castro, con la Catedral Metropolitana como emblema del México que atravesaba los siglos. El Diccionario fue uno de tales espejos.
La obra incorporaba 168 artículos de una homóloga, la Biblioteca hispanoamericana septentrional, compilada durante el decenio de la Independencia por el canónigo José Mariano Beristáin y Souza, cuyo propósito era enaltecer la huella de........
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