En busca de Robinson Crusoe
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Barcelona, julio de 2004
El Periódico de Cataluña me encarga una reseña de la novela Foe, de J. M. Coetzee. Les propongo aprovechar la edición simultánea de la traducción de Robinson Crusoe firmada porJulio Cortázar, y republicada con prólogo del propio Coetzee, para escribir uno de los largos reportajes que en esa épocasolían abrir el suplemento literario de dicho periódico.
Después de una intensa lectura de Foe acudo a mi ejemplar inglés de Robinson Crusoe en busca de puentes, algún párrafo, una frase, citas concretas para ilustrar el nexo entre las dos obras. Encuentro la cita perfecta:
Tenía tortugas en abundancia, mas apenas podía servirme de alguna de vez en cuando. Tenía madera suficiente para construir una flota entera, uvas hasta para hacer vino o para llenar de pasas las bodegas de dicha flota, suponiendo que la construyera. Mas solo me parecía valioso aquello que podía usar de algún modo. Teniendo lo suficiente para comer y para cubrir mis necesidades, ¿de qué me servía todo lo demás?
Coetzee es el gran narrador del despojo, de la poquedad, de una economía moral casi ecologista. Este Robinson que, en su abandono, lamenta precisamente lo que le sobra podría ser tranquilamente una creación del Nobel surafricano. Busco la traducción de Cortázar para brindar a los lectores el párrafo en la misma versión que encontrarán si acuden a comprar Robinson Crusoe en la edición vigente. No encuentro el párrafo. Es tarde, madrugada ya. Tengo que entregar. Maldigo mi torpeza. Busco y rebusco. Al final, con la edición inglesa en una mano y la española en la otra, retrocedo varias páginas y trato de seguir el hilo de los puntos y aparte. No soy yo; no ha empezado aún el Alzheimer. El párrafo no está.
Me apresuro a traducirlo, asombrado por la improbabilidad estadística de haber ido a dar precisamente con el único párrafo que habría sido recortado por los duendes de imprenta. Una intuición casi tenebrosa me impulsa a revisar las primeras páginas. Aún no he olvidado ese momento: las dos primeras páginas del Robinson se reducían a menos de media en la versión de Cortázar. ¡Las primeras! ¡Qué torpeza! Así, de entrada, sin el menor disimulo. He sido editor. He revisado decenas de traducciones mediocres cuyos perpetradores se esforzaban al menos por engañarme con una apariencia de dignidad y eficacia que solía prolongarse como mínimo durante las primeras diez páginas. Me negaba creer que Cortázar hubiera sido tan bruto.
Digo Cortázar pese a que, más de siete años después –y tras una investigación obsesiva y, si se me perdona el atrevimiento, rigurosa–, ignoro todavía quién mandó cortar qué a quién. Pudo ser alguien de la editorial que se lo encargó (Viau, Buenos Aires, 1945): era una práctica común en esos tiempos. Pudo ser él mismo: es sabido que se tomaba ciertas libertades al traducir algunos textos y más de una vez hizo referencia a la siempre sospechosa libertad recreadora que conviene conceder a los traductores. En alguna carta de la época menciona que el trabajo de traducir a Defoe le ha resultado aburrido. Pero también pudo ocurrir algo que nos permitiría eximirlo y respirar aliviados: tal vez tradujo a partir de una edición ya mutilada en origen. El texto de Cortázar no solo tiene supresiones graves y sistemáticas; también un curioso añadido: está dividido en capítulos con su correspondiente título, cosa que nunca hizo Defoe en el original, pero sí quienes, ya en tiempo contemporáneo a su primera publicación, piratearon el texto en su propio idioma.
En el verano de 2004 yo ignoraba todos estos detalles. Y tenía que entregar mi reportaje. Me limité a incluir un párrafo en el que revelaba las serias carencias de la traducción y lamentaba que no se hubiera publicado con alguna nota aclaratoria de las circunstancias en que se produjo. El 22 de julio, cuando apareció el artículo, comprobé que alguien, en la redacción del periódico, había considerado oportuno diagramar ese párrafo aparte, resaltarlo con un fondo de color y titular: “Las tijeras de Cortázar”. Así vamos, haciendo amigos por el camino. A altas horas de la noche sonó en casa el teléfono y acudí a contestar con el convencimientode que sería alguien de Mondadori, alguna de las viudas de Cortázar o una empleada de la Agencia Literaria Balcells. En cualquiera de los tres casos, la llamada tendría ánimos de venganza. Por suerte, era Daniel Fernández, presidente y director editorial de Edhasa. Mi editor, vamos.
Daniel suele ser bastante ceremonioso, pero aquella noche se ahorró hasta el saludo y disparó antes incluso de oír mi voz: “Ya sé que no son horas, pero te llamo para que me traduzcas Robinson Crusoe.” Mi respuesta tampoco........





















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