Valéry para mi molino
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Con buen apetito me le quedo mirando al tomo de 1400 páginas que compone la nueva biografía de Paul Valéry (Fayard, 2008), de Michel Jarrety. Paso al prólogo y me encuentro con la paradoja, casi enunciada a la manera de una disculpa, con que el biógrafo presenta su hazaña: ¿cómo es posible que Valéry, el poeta–crítico que quiso desaparecer en el infinito de las cosas mentales, haya tenido tanta y tan larga vida?
Es irónico, subraya Jarrety, el caso de Valéry (1871–1945), quien al cumplir los cincuenta años era desconocido fuera de los círculos poéticos parisinos y era tenido, por sus contemporáneos, como un cartucho quemado del simbolismo. Pero a partir de 1919–1920 – aparición sucesiva de La Jeune parque, Monsieur Teste, El cementerio marino– hubo un furor internacional por Valéry, quien difundido como el trofeo de la Nouvelle Revue Française (NRF) no sólo fue traducido al inglés sino se convirtió en el intelectual representativo de la III República, en un (casi oficial, aunque el casi importe mucho) clásico vivo durante los años de entreguerras, en una figura mundana cotizadísima en los salones, un puente entre la vieja grandeur y la nueva vanguardia. A Valéry lo podían admirar y disfrutar lo mismo el joven Samuel Beckett que la condesa de Noailles. Fue, a la vez, el filósofo de una literatura que aparentaba darle al lector un portazo en las narices y un autor escolar con el que........
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