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La multinacional FARC

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Había más agitación que de costumbre en el campamento guerrillero. Raúl Reyes, número dos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), ejercía con evidente placer el papel de anfitrión ante sus invitados, chilenos y mexicanos que habían llegado hasta ese apartado rincón de la selva ecuatoriana para rendirle pleitesía. Acababan de asistir al II Congreso de la Coordinadora Continental Bolivariana, celebrado en Quito a finales del pasado febrero. Después de una sobredosis teórica de socialismo del siglo XXI, nada mejor que unas jornadas de emociones fuertes y fraternal esparcimiento revolucionario. Arrobados, los militantes urbanos de apoyo a las FARC se vistieron con uniformes de camuflaje y se hicieron fotos con Reyes, que se colgó para la ocasión el fusil al hombro. “Era como sacarse una foto con el Che”, comentó el chileno Manuel Olate.

Los visitantes habían viajado en autobús desde Quito hacia el norte de Ecuador, hasta un punto donde los esperaba un “enlace”. Luego, habían recorrido en lancha un corto tramo del Putumayo, cuyos meandros rojizos marcan la frontera con Colombia. El campamento de Raúl Reyes estaba a 1.8 kilómetros del río en suelo ecuatoriano, pero el grupo dio un gran rodeo por la selva, con el objetivo de desorientar a los invitados y sortear los campos de minas quiebrapatas que la guerrilla siembra con fruición en los territorios donde tiene presencia.

El campamento estaba muy bien organizado. Varias carpas acogían la cocina con su refrigerador, el comedor, una aula y los dormitorios. Unos caminos de troncos impedían que las permanentes lluvias tropicales transformaran el lugar en un lodazal imposible. Los guerrilleros veían televisión por satélite gracias a una antena parabólica. Una radio les traía los ritmos envolventes del vallenato.

Más allá de su papel de relaciones públicas, Reyes, de 59 años, era el conductor ejecutivo de las FARC. De baja estatura, barba canosa y gruesas gafas, sus modales afables escondían a uno de los dirigentes más duros. Por sus métodos brutales, incluidas las matanzas de población civil y los secuestros, la guerrilla más antigua de América Latina, que llevaba 44 años intentando tomar el poder por la vía armada, había terminado por engrosar las listas de organizaciones terroristas de Estados Unidos y la Unión Europea. Pero Reyes se sentía tranquilo en suelo ecuatoriano. No en vano se había reunido con el mismísimo ministro del interior, Gustavo Larrea, que mostraba la mejor disposición para colaborar.

Esa noche del 29 de febrero los guerrilleros y los cinco mexicanos que quedaban en el campamento cenaron arroz, frijoles, plátanos fritos, jugo de panela y café. Tras charlar un rato, se acostaron muy temprano. Raúl Reyes se quedó revisando sus correos electrónicos. La fiel Eliana le había descifrado y copiado en una memoria USB los últimos mensajes recibidos de la central de comunicaciones de la guerrilla, ubicada en Caracas. El canciller de las FARC mantenía una intensa actividad epistolar. El día anterior había enviado un balance de dos cuartillas a sus seis “camaradas del Secretariado”, el máximo órgano de dirección de la guerrilla. En él celebraba el “éxito [de] la liberación unilateral” de seis de los rehenes en poder de las FARC y se quejaba de la actitud “grosera y provocadora” de otra secuestrada, Ingrid Betancourt. Hacía también una síntesis de la reunión mantenida con un “emisario” del presidente ecuatoriano, Rafael Correa, con el que había hablado de organizar un encuentro en Quito para estrechar las relaciones.

A esa misma hora, en Bogotá, las luces seguían encendidas en el Ministerio de Defensa. La Junta de Operaciones Especiales, que coordina las actividades secretas de la policía y el Ejército, llevaba atrincherada todo el día. El general Freddy Padilla, comandante de las Fuerzas Militares de Colombia, y el director de la Policía Nacional, Óscar Naranjo, contenían los nervios. El presidente Álvaro Uribe, de viaje en Medellín, no se separaba del celular. La información era muy precisa; las condiciones climatológicas, propicias. No podían perder la oportunidad. A medianoche, cinco aviones Super Tucano despegaron de su base de Villavicencio, al sur de Bogotá. La Operación Fénix estaba en marcha.

Todo el mundo duerme en el campamento, salvo la guardia. El ataque llega de donde nadie lo espera, desde el cielo, y en forma de bombas de gran precisión. En unos segundos, el lugar se transforma en un infierno. Veintiséis guerrilleros e invitados caen muertos. De los mexicanos, sólo una mujer sobrevive. Cuatro helicópteros Black Hawk llegan con tropa de élite y policías judiciales colombianos, que se abren paso hasta el campamento con visores nocturnos y una cámara de video. Entre los escombros encuentran el cadáver de un hombre con barba y gruesa barriga. Viste calzones y una camiseta con el retrato de Tirofijo, el máximo líder de las FARC. Objetivo logrado.

Los comandos colombianos filman el registro. En medio de la oscuridad, la cámara enfoca unos maletines metálicos debajo de una mesa. Al abrirlos descubren tres ordenadores portátiles Toshiba Satellite intactos. Hay además dos discos duros externos y tres memorias USB. Con la luz del día, los helicópteros despegan rumbo al norte con el cadáver de Reyes y ese botín inesperado, en el que el número dos de las FARC guardaba todos los secretos de su organización.

 

 

Euforia en Colombia, pese a la crisis diplomática que se avecina por la violación flagrante de la soberanía ecuatoriana. La Operación Fénix es el golpe más devastador que han recibido las FARC en sus cuatro décadas de existencia, no sólo por la muerte de su número dos sino porque ha puesto en manos del enemigo una verdadera mina de información sobre su funcionamiento interno, sus códigos secretos, sus estructuras internacionales y sus negocios de armas y drogas. Es, también, el preámbulo de un marzo negro para la guerrilla.

A los cinco días del ataque, otro miembro de la cúpula, Iván Ríos, es asesinado por su propia escolta a cambio de una jugosa recompensa del gobierno. El 26 de marzo muere Pedro Antonio Marín, más conocido como “Manuel Marulanda” o “Tirofijo”, a la edad de 78 años. La guerrilla intenta ocultarlo, pero al cabo de dos meses el gobierno destapa la noticia. Las FARC aseguran entonces que su líder ha fallecido “de un infarto cardíaco, en brazos de su compañera y rodeado de su guardia personal”. El ministro de defensa insiste en que Marulanda ha sucumbido a las heridas causadas por un bombardeo del Ejército. Es una manera de hacer saber a la guerrillerada que la fuerza pública puede golpearla en cualquier parte del territorio nacional. La advertencia puede tomarse como un incentivo para que se desmovilicen, como ya lo han hecho diez mil de los casi veinte mil combatientes que tuvieron las FARC en su apogeo, en 2002.

En menos de un mes, la guerrilla más poderosa de todos los tiempos en América Latina ha perdido a su jefe máximo y a dos de sus principales dirigentes, casi la mitad de su Secretariado de siete miembros. A esos golpes hay que agregar la captura o rendición de varios mandos medios, como la temible “Karina”, la única mujer que encabezaba un frente militar. Desmoralizados, unos doscientos guerrilleros se acogen cada mes a los programas de reinserción.

El presidente Uribe atribuye esos éxitos a su política de “seguridad democrática”, puesta en marcha al inicio de su primer mandato, en 2002. Entonces, la guerrilla tenía en jaque a la sociedad colombiana y rodeaba Bogotá. Uribe prometió que el Estado recuperaría el control territorial con un despliegue masivo del Ejército y programas sociales. En seis años las autoridades han logrado arrinconar a los rebeldes en las esquinas del país, cerca de las fronteras con Venezuela y Ecuador. La mejora de la seguridad ha tenido efectos contundentes en el campo económico. Pese a la tragedia de los millones de desplazados por el conflicto, que viven en la miseria, hoy Colombia encabeza las estadísticas de crecimiento de América Latina (7.4% en 2007, dos puntos por encima de la media continental) y la popularidad del presidente roza el 84 por ciento.

En medio del optimismo, los archivos de las FARC traen consigo sombras de preocupación. Porque esos documentos revelan que la guerrilla no parece estar en sus últimos estertores, “en el fin del fin”, como le gusta decir al jefe del Ejército colombiano, el general Padilla. Pese a sus métodos criminales y a su etiqueta de organización terrorista, las FARC cuentan con una red de complicidades internacionales de dimensiones insospechadas. Colombia estaba ganando las batallas internas contra las FARC pero estaba perdiendo, sin saberlo, la guerra internacional.

 

 

En la Dirección de Inteligencia de la Policía colombiana (Dipol), doce expertos del gabinete forense y cincuenta analistas trabajan a destajo. Las computadoras de Raúl Reyes son el sueño de cualquier servicio secreto. No es la primera vez que las autoridades colombianas se incautan de material informático valioso, tanto de las FARC como de las organizaciones paramilitares y los cárteles de la droga. Sin embargo, nunca se había dado un hallazgo de tal trascendencia. Por su ubicación estratégica en el sistema de comunicaciones y, también, por su carácter metódico y su personalidad un tanto exhibicionista (hay docenas de fotos donde posa con las visitas), Raúl Reyes centralizaba toda la información del Secretariado.

Los casi 17,000 ficheros y más de 37,000 documentos almacenados constituyen un catálogo detallado de las actividades clandestinas de la guerrilla, desde las actas de sus debates ideológicos y sus contactos políticos hasta los pormenores de sus ventas de cocaína, compra de armas y nombres reales de sus cuadros infiltrados en Colombia y otros países.

A petición del presidente Uribe, Interpol hizo un análisis forense del material informático encontrado. Después de una revisión exhaustiva de los discos duros, que tomó más de dos meses y fue realizada fuera de Colombia, los expertos internacionales llegaron a la conclusión de que los documentos electrónicos no habían sido alterados. El informe señala que los policías colombianos habían dejado huellas en los “archivos del sistema” sólo por el hecho de encender los ordenadores, pero que “los archivos del usuario jamás se modificaron y eso indica que nada fue introducido o borrado entre el día del ataque hasta la entrega a Interpol”. No sólo eso: el organismo internacional asegura que se preservó en........

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