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La invención de Bioy

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Hace más o menos un mes y medio estaba yo, en una de esas tardes que no se acaban nunca, viendo fotografías amontonadas en una caja. De pronto (para usar la expresión favorita cuando le contaba cuentos a mis hijos pequeños), encontré dos fotos en que aparezco con Bioy Casares.
Es en 1991, al venir a México para recibir el Premio Alfonso Reyes. Fue una alegría encontrarlas y a una de ellas la coloqué en la repisa de la sala: yo le digo algo y él se ríe y me mira divertido. Se le ve ya muy flaco y quebradizo, aunque todavía con esa elegancia tranquila que nada le costaba. En estas últimas semanas lo he visto, pues, todos los días y me ha parecido una suerte guardar ese recuerdo. Lo tenía, entonces, muy cerca de mis ojos cuando me llamaron de Buenos Aires para anunciarme la muerte de Adolfo Bioy Casares.
     No fuimos amigos personales, pero él me ha acompañado literariamente desde mi adolescencia. Lo primero que leí (ahora que escribo tengo a mi lado la edición de Losada de 1940 y me alarma que sus páginas de mal papel poco a poco se obscurezcan) fue La invención de Morel. Me sorprendió, quizá trivialmente, que el personaje fuera venezolano y que el autor mencionara sitios de Caracas —la Pastora, el Paraíso—, el puerto de La Guayra, la fábrica de papel de Maracay, una famosa revista de finales de siglo, El Cojo Ilustrado, el pan de casabe, el pintor Tito Salas, los llanos mojados, el páramo andino y una planta que allí crece, el frailejón, famosa por sus magias afrodisiacas. En esa época, fuera de esas noticias, para mí casi patrióticas, La invención de Morel me dejó perplejo y no supe apreciar los dos temas mayores que impulsan al libro: la desolada historia de amor y el conjuro contra la muerte, la persecución de la inmortalidad. Pienso que a un muchacho de salud robusta la inmortalidad le ha de parecer una redundancia y el amor un asunto más........

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