Augusto Monterroso. Recuerdos, sentencias, apuntes y donaires de una maestro para nada apócrifo
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Me consta que a Tito le gustaba regalar libros y no sólo libros. Tenía una pila a la entrada de su casa y al salir convidaba: “Llévate lo que quieras.” Su biblioteca no era muy grande; decían que le gustaba pedir prestados libros y devolverlos. Parecía estar obedeciendo el cumplimiento de un canon o siguiendo la idea de una biblioteca perfecta. La preocupación por los “libros prestados” no le era para nada ajena, como consta en el ensayo que escribió y que se recoge en su “último libro”: Literatura y vida.1 Un día andaba yo cargando un libro de Paul Valéry sobre Robinson Crusoe esa suerte de M. Teste avant la lettre. Tito me preguntó muchas cosas sobre el libro: ¿cómo lo había conseguido?, ¿ya había terminado de leerlo? Y es que a Tito le gustaba hacer preguntas. Quizá por eso tenía tanto éxito como partero de ideas y fantasías en aquel décimo piso de la Torre de Rectoría donde, en público y en voz alta, pasamos en limpio nuestros cuentos Elena Urrutia, Paulino Sabogal, Prudencio Rodríguez, Bernardo Ruiz, Francisco Valdés, Bárbara Jacobs, Juan Villoro, Carlos Chimal y por supuesto yo mismo, entre muchos otros, si se puede decir que el que escribe estas líneas en 2004 es el mismo que escuchaba a Monterroso sugerirnos la lectura de “Bartleby” o de “Wakefield”, los cuentos magistrales de Herman Melville y de Nathaniel Hawthorne. A Tito le gustaba preguntar en voz baja y le gustaba correr la voz tomando el camino de regreso; como a todo buen traductor, le encantaba darle vuelta a las cosas y sopesar una a una las palabras. No era raro, por ejemplo, que le pidiera a alguno de sus jóvenes pupilos que volviera a leer su cuento, o que pidiera que se trajera de nuevo el texto para ver cómo había evolucionado.
A Monterroso le inspiraba lo que decían los otros. Y parecía conocer y más aún practicar aquella máxima de La Rochefoucauld citada alguna vez por su amiga y esposa Bárbara Jacobs donde se advierte: “Lo que hace que tan pocas personas sean agradables en la conversación es que cada una piensa más en lo que quiere decir que en lo que dicen los otros.” Tito seguía lo que los otros estaban haciendo y escribiendo. Era un buen lector; un buen maestro, alguien que sabía ser un espejo crítico y ayudaba a que los otros lo fueran. Y todo eso con tacto y rara virtud clemencia. Por eso también, Tito sabía conseguir y prestar libros a sus amigos y discípulos con una puntería que sólo podría llamarse hipocrática. Van algunos ejemplos de este Tito como santo auxiliador: A principios de los años sesenta, cuando Augusto Monterroso Bonilla llevaba ya varios años de vivir en México, a un paisano y amigo suyo y compañero de viaje generacional, desde el grupo Acento: el poeta y palindromista Otto Raúl González la Editorial Novaro le encargó la traducción de una novela clásica de la literatura inglesa: Rob Roy (1818) de Walter Scott. Un día Tito regresó de la Lagunilla y le avisó que tenía una traducción española del siglo xix de esa novela, y entonces Otto Raúl González pudo entregar a la editorial una versión perfeccionada y corregida de ese libro escrito por quien Balzac consideró “el Homero de la novela”. En otra ocasión, un poco acosado por mí a propósito de los orígenes de su idea de la literatura de la brevedad y luego de soltar que la tan atraída brevedad era una forma de cortesía, vale decir de ética o de la literatura como brevedad, me preguntó si conocía los libros de así lo califico yo un discípulo de Azorín, el chileno José Santos González Vera (1897-1970), autor de Alhué, Algunos, Vidas mínimas. Guardé silencio y, cuando me volvió a preguntar, le tuve que decir casi ruborizado, que sí, que sí los tenía, que los había leído y releído y sabía de su existencia gracias al entusiasmo de Ida Vitale. Años después leería yo en La letra E que González Vera conoció y trató a Monterroso durante su breve exilio chileno, y que tuvo que ver, al menos, con una de sus vocaciones: la traducción.
En aquella época (1971 o 1972), Tito andaba en plena cacería de moscas por las bibliotecas del mundo, y compartía con sus alumnos su entusiasmo entre venatorio y bibliográfico. Zumbaba en las bibliotecas universitarias un enjambre invisible de cazadores buscando citas sobre moscas en la poesía, las letras y la filosofía de todo el mundo para alimentar su libro Movimiento perpetuo. Tito se las sabía todas: es obvio que resultaba muy difícil sorprenderlo. No sé si por esa razón o........
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