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Qué hacer con el miedo cuando no se va (y cómo activar su antídoto)

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Hace poco le dije a un buen hombre que el miedo o el temor es energía desenfocada. No fue porque pretendiera ser un consejero o dármelas de coach, sino porque con los años he entendido que los temores vienen de la quema obsesiva de energía mental en ideas que no se hacen cargo de las circunstancias: que se preocupan y no se ocupan.

¡Claro que tengo temores! Podría escribir todas las columnas de los próximos 10 años contando uno diferente cada vez. Temo el día de la muerte de mi padre y de mi madre; le tengo pavor a la quiebra económica y al desempleo.

Ni siquiera imagino un escenario donde alguno de mis sentidos no funcionara. Me asusta no tener inspiración y me angustia que algún día se me acabe el humor y la capacidad de empatizar.

Este año tuve que enfrentar el enorme miedo que guardé por cinco años de perder a una de las personas más amadas. Lo mejor que pude haber hecho fue poner la cara, asumir la tormenta y seguir. El miedo se hizo realidad y allí está, sin espantar; solo como tristeza y desorientación.

La meteorología, mi enorme pasión, me ha enseñado que todas las tormentas pasan. Otras, por lo pronto, nos exigen que nos adaptemos y nos hagamos cargo de nosotros mismos mientras se mueven los sistemas de vientos, relámpagos, truenos y lluvias. En otras palabras, no tenemos otra opción que ajustar las velas y continuar navegando en ese mar incierto que es el devenir.

Hay miedos que heredamos: algunos se van porque los cuestionamos y vemos que no tiene sentido seguir temiendo lo que a otra persona le costó resolver, mientras que hay miedos que van de generación en generación. El miedo nos cierra, nos ciega y nos prohíbe mirar un mundo diferente al temido.

Algunos miedos no nacen de lo vivido, sino de lo adquirido. Son como ecos antiguos que resuenan sin que sepamos del todo su porqué. El temor a la escasez, al fracaso, a la enfermedad o al abandono muchas veces no comenzó en nosotros, sino en nuestros abuelos o padres, que enfrentaron lo imposible y nos legaron sus precauciones como mecanismos de supervivencia.

Aprendimos sin saber qué aprendíamos: por los silencios, por las reacciones repetidas, por los cuentos que se vuelven advertencia. Lo curioso es que estos miedos no solo se transmiten por la palabra, sino también por la biología. Estudios sobre epigenética sugieren que ciertos traumas pueden dejar huellas en el cuerpo, como si el miedo mismo tuviera memoria celular y se transmitiera por los genes.

Aceptar estos miedos como parte del linaje no significa rendirse a ellos y vivirlos por igual, sino entenderlos como si fueran unos sistemas atmosféricos heredados: patrones que pueden cambiar si los observamos con rigor y compasión.

Están las situaciones que nunca imaginamos y nos suceden. No hubo miedo, ni previsión o preocupación que pudieran anticiparse para que no pasara. La vida es un eterno devenir que, paradójicamente, aunque eterna, debe ser vivida día tras día.

En la tradición clásica, Aristóteles decía en la Ética a Nicómaco que la valentía no es la ausencia de temor, sino el justo medio entre el miedo paralizante y la temeridad........

© La Patria