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Prioridades para un país en tensión

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Estábamos sentados en la misma mesa. Tres personas. Tres mundos distintos. Yo tenía entre las manos un libro cuyo título hoy me sigue pareciendo casi irónico: El valor de la atención, del periodista británico Johann Hari.
En medio de ese café, yo intentaba leerlo con esa mezcla de curiosidad y disciplina que exige un libro que no se deja escanear, que no se resume en dos frases ni se digiere entre notificaciones.
Frente a mí, las otras dos personas trabajaban en sus computadores. Tecleaban, respondían correos, editaban videos, abrían pestañas, cerraban otras. De vez en cuando alguien decía algo, una frase suelta, un comentario sin aterrizaje. Intentábamos —al menos en teoría— sostener una conversación. No pasaba nada.
En esencia, nadie estaba del todo ahí. Tampoco del todo en otro lugar. Era una escena extraña, muy de estos tiempos: presencia física sin encuentro real. Compartíamos el espacio, el café, la mesa, pero no la atención. Todo estaba fragmentado. Yo leía a ratos. Ellos trabajaban a ratos.
La conversación nacía débil y moría rápido, como una chispa sin oxígeno. No había mala intención. No había desprecio. Había dispersión. Había hiperestimulación. Había cansancio mental.
Con el tiempo, esas dos personas ya no siguieron en mi vida. El libro sí. Y no lo digo con ánimo de sacar conclusiones morales apresuradas, pero la imagen se quedó conmigo como una postal incómoda: lo que no recibe atención sostenida, se diluye. Las conversaciones, los vínculos, incluso la posibilidad de estar realmente con otros. La atención no es solo un recurso cognitivo; es una forma de cuidado.
Hoy hablamos con mucha ligereza de "déficit de atención". Yo........

© La Patria