Roberto Casanova: Una voz alzada desde Venezuela
Como venezolanos, no hablamos desde la frialdad analítica ni desde la comodidad del espectador. Nuestras voces nacen de la experiencia vivida, de un país que ha atravesado la crisis más profunda de su historia contemporánea y que, aun así, ha sostenido su aspiración democrática. Son voces que no se limitan a pedir apoyo, sino que buscan también dar sentido.
De entre ellas, la de María Corina —galardonada con el Premio Nobel de la Paz— es hoy la más potente. Como líder del movimiento democrático que alcanzó la histórica victoria del 28 de julio de 2024, su figura ha adquirido una resonancia global. A partir de ese reconocimiento, sus ideas y su conducta ya no pertenecen únicamente al ámbito venezolano: los asuntos que encarna trascienden nuestras fronteras y, mejor dicho, sitúan nuestra realidad en el centro mismo de varios dilemas contemporáneos del mundo.
Esto confiere al Manifiesto de Libertad que recientemente presentó un valor que va más allá de lo programático. Es un texto que, por la firmeza y la convicción con que reivindica valores políticos esenciales —la dignidad, la libertad, la justicia, la solidaridad, entre otros—, debe ser leído como una contribución al debate global sobre el futuro de las democracias. En un tiempo marcado por la erosión de consensos, el avance de regímenes autoritarios y la fatiga moral de muchas sociedades, la voz que se alza desde Venezuela no se limita a pedir apoyo: interpela, inspira y propone.
Y no es una voz aislada. Es la voz de una mayoría ciudadana que, a pesar de la adversidad, ha elegido la rebeldía democrática, ha sostenido la esperanza y ha reafirmado su compromiso con la libertad. Una voz que, por haber resistido y seguir resistiendo, posee autoridad para ser escuchada y fuerza para abrir caminos.
Concordia, discordia y rebeldía
El conflicto acompaña toda relación humana: es la expresión inevitable de nuestra pluralidad. Pensamos distinto, valoramos distinto, deseamos distinto. ¿Es entonces la paz un ideal inalcanzable? No, pero sí es una construcción frágil. A menudo se sostiene en equilibrios de poder: pactos tácitos, disuasiones mutuas, silencios estratégicos. Son formas de contención, no de reconciliación. Basta una fisura en la confianza o un cambio en la correlación de fuerzas para que la discordia emerja.
Existe, sin embargo, otra posibilidad. La paz puede fundarse en algo más profundo que el cálculo estratégico: en la concordia. El filósofo Ortega y Gasset nos invitó a imaginar el sistema de valores y creencias de una sociedad como un conjunto de estratos. En la superficie están las opiniones cambiantes, las preferencias negociables. Allí los desacuerdos pueden ser intensos, pero no nos deshumanizan: son conflictos agónicos, luchas entre adversarios que se reconocen como tales. Más abajo, en cambio, se encuentran las convicciones últimas, los principios que definen lo que somos. Cuando el conflicto toca ese nivel, se vuelve antagónico: ya no discutimos con el otro, lo negamos. Ya no hay adversario, sino enemigo. Por eso, una sociedad que aspire a perdurar necesita algo más que reglas o equilibrios: necesita concordia. No como uniformidad, sino como sintonía de fondo, un latido común, un reconocimiento mutuo de humanidad. Concordia es literalmente “unión de corazones”. Lo contrario es la discordia: corazones separados, incapaces de latir juntos.
La paz verdadera no se impone ni se decreta: se cultiva, porque su raíz más honda es la concordia, ese acuerdo moral tácito que nos permite convivir sin renunciar a nuestras diferencias. Cuando alguien, un grupo o un sector rompe ese pacto, no solo introduce discordia: declara la guerra al resto. La guerra no es un desacuerdo llevado al extremo, sino la negación radical del otro, la voluntad de excluirlo de la comunidad humana. En estas circunstancias surge para cada uno un dilema existencial: querer vivir en paz, pero rechazar el trato inhumano que imponen los artífices de la discordia. La única respuesta moralmente aceptable es la rebeldía, que no supone violencia ni revancha, porque no busca destruir al adversario, sino impedir —incluso recurriendo en ocasiones al poder defensivo— que la negación del otro se convierta en norma o hábito. La rebeldía es resistencia ética y también acción, porque no se limita a un gesto interior de rechazo, sino que se expresa en actos concretos de afirmación de humanidad y de defensa de la dignidad. En la rebeldía late la promesa de la paz, pues el rebelde, aun en la confrontación, está dispuesto a reconocer la humanidad de quien lo ha negado. El rebelde no se convierte en aquello mismo que lo impulsó a rebelarse.
Occidente y la invención de la dignidad
La historia de lo que llamamos Occidente es, entre otras cosas, una historia de evolución moral. Es la lenta y conflictiva gestación de un acuerdo cultural profundo, forjado en medio de disputas, rupturas y reconciliaciones. Nuestros orígenes grecorromanos, nuestra tradición judeocristiana y nuestro pensamiento humanista e ilustrado —pero también las luchas contra........





















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