La Otra Cara: «La Sacrada. Sociedad Glorias del General Alfonso Sacre» Parte I Por José Luis Farías
Nadie lo vio venir, como siempre ocurre con los episodios que luego se convierten en leyenda. Todo empezó el 18 de octubre de 1900, una fecha anodina, una hoja más en el calendario. Los estudiantes de la Universidad Central de Venezuela publicaron un artículo. Un simple artículo. Pero la historia —esa criatura que se alimenta de ironías y pequeños gestos— tiene debilidad por los actos menores que sacuden a los poderosos con un zarpazo ridículo.
Lo que siguió fue una secuencia de escarnio y audacia. Unos meses más tarde, el 22 de febrero de 1901, Caracas tembló, no por el estruendo de fusiles ni el galope de caballerías, sino por la carcajada insolente de la juventud. Aquella revuelta singular, bautizada por la memoria como «La Sacrada», no pretendía tomar el poder. No buscaba derramar sangre. Solo hacer visible lo absurdo.
La ciudad era entonces una mala comedia militar: coroneles sin batallas, generales sin diploma, sombras infladas por el incienso de la última guerra civil. Según don Mariano Picón Salas —que los imaginó desfilar con su pátina de mugre y gloria— esos hombres de presa, pagos del erario, paseaban por Caracas con sus revólveres y su impunidad, sin «pagar cuentas en las tabernas de Puente Hierro». Eran héroes de cantina, saludadores profesionales, adornos de uniforme al paso del general Castro, quien cabalgaba desde «El Paraíso» en su caballo peruano regalado, como si fuera Bolívar reencarnado por una tienda de lujo.
Los estudiantes, esos muchachos flacos y sin espadas, decidieron luchar con lo único que tenían: el ridículo y la ironía. Redujeron el falso heroísmo al tamaño de su ídolo secreto, Alfonso Sacre, un caudillo en miniatura. Un «enano velazqueño», de ínfulas napoleónicas, que hacía de su andar marcial una farsa involuntaria. Sacre, nacido en Siria o el Líbano —da lo mismo, porque en las farsas da igual el lugar de origen— había venido a Venezuela en 1888 para vender quincalla. Primero a pie, luego a caballo, terminó cabalgando con los guerrilleros del estado Falcón, no tanto por causa sino por contagio. Entre una venta de botones y otra de espejos de bolsillo, se impregnó del polvo de la guerra como un vendedor que asume el color de su mercancía.
Era el símbolo perfecto: un mercachifle convertido en guerrero por ósmosis, una caricatura viviente. Y la caricatura fue justamente lo que publicaron los estudiantes el 18 de octubre, en «La Linterna Mágica» sobre el rostro grotesco de un militarismo sin escuela, sin victorias, sin pudor.
La Sacrada no figura entre los grandes acontecimientos patrióticos. No tuvo mártires, ni presos célebres, ni canciones. Pero tuvo algo más raro: la dignidad del humor, la rebeldía de la sátira. Fue un gesto cívico en forma de risa, una insolencia colectiva. La juventud desarmada se atrevió a desafiar a los bárbaros de chafarote con la ironía como única munición.
Y por eso sigue viva, aunque casi nadie la recuerde. Porque en cada gesto de irreverencia contra los que se toman demasiado en serio a sí mismos, late todavía el eco de aquella Caracas donde los jóvenes desfilaron, no para matar, sino para reírse de los que ya estaban muertos por dentro.
El General de Percal
Y entonces intervino el Estado. Intervino como siempre interviene el poder: con lupa retrospectiva, con el celo del archivista, con la pretensión de domesticar el desorden. El general Manuel Landaeta Rosales, historiador de uniforme, recogió los ecos de La Sacrada y los entregó cuidadosamente encuadernados al presidente Cipriano Castro. Una recopilación de artículos, una especie de índice del escarnio. Porque lo que se escribe no desaparece, solo duerme en los pliegues del papel.
Entre esos textos, uno brillaba con una malicia especial: «General Alfonso Sacre», aparecido en «La Linterna Mágica», la gaceta de los insolentes. Aquel artículo no era solo una burla; era una radiografía de un sistema degenerado. Una sátira que cortaba más hondo que cualquier espada. En pocas líneas, demolía no solo al personaje, sino a toda una clase parasitaria que había hecho del uniforme una segunda piel, del revólver un adorno, del rango una estafa.
“Nació en Arabia y vino a Venezuela el año de 1888”, decía con solemnidad fingida. Como si aquello bastara para fundar una épica. Luego seguía el catálogo de localidades —Valencia, Duaca, Churuguara, Coro— una geografía modesta de la supervivencia, un mapa de la quincalla. Porque Sacre vendía: botones, espejos, cintas, telas baratas, «¡corte barato, marchante!». Era, como tantos otros, un vendedor ambulante atrapado en una tierra de caudillos. Pero el contacto cotidiano con los Generales, la costumbre de tratarlos como clientes o compadres, fue insuflándole una fantasía militar. No se hizo soldado: se creyó uno.
La ironía del artículo era despiadada. Lo llamaban «General arranjelado», una categoría delirante, mitad mística, mitad cómica: “capaz de salir herido por cualquier parte”. Eso era lo que se le reconocía: no la estrategia ni la bravura, sino su vulnerabilidad excéntrica, su propensión a las heridas imaginarias. Era un mártir sin batalla.
Se mencionaban documentos —¿falsos?, ¿inventados?— que lo ubicaban junto a Diego Colina, Antonio La Concha, Agustín Pulgar y otros. La fe del carbonero condecorada. El artículo añadía que sus enemigos lo reducían a proveedor de telas, pero la ironía —dulce veneno de los estudiantes— dejaba entender que esa era su verdadera “misión de guerra”: abastecer al campamento con retazos de batista y percal. La guerra como feria. El frente como mercado.
Y entonces el remate. Una cita textual, una joya de ortografía fonética: “Migo querer poder venir un Congreso para hacer felicidad tiga”. Era imposible ignorar el dardo. El redactor no se burlaba solo del acento extranjero, sino de la farsa institucional, del Congreso convertido en circo, de los diputados que “solo mueven pies y manos en señal de que la ubre ha empezado a fluir el rico néctar”.
Eso era Caracas en 1900: una vaca enjuta pero ordeñada por los mismos de siempre. En ese contexto, Sacre era más que un bufón; era un espejo deformante. Un monstruo tragicómico que reflejaba las deformaciones del poder. Por eso el artículo no era simplemente una broma cruel. Era una denuncia. Una acusación. Y también, como toda gran sátira, un grito ético.
Los estudiantes sabían lo que hacían. Ridiculizaban lo ridículo. Exponían la impostura con la risa, que es siempre más peligrosa que el odio. En una república de papel, donde los títulos se fabricaban como sellos de goma, la juventud decidió hacer su campaña desde las imprentas. Y Alfonso Sacre, pobre Sacre, pasó a la historia no por lo que hizo, sino por lo que simbolizó: el absurdo hecho carne, la gloria en miniatura, el general que solo marchó en la imaginación de los caricaturistas.
La Apoteosis del Ridículo
Las revoluciones verdaderas, esas que no figuran en los manuales escolares, rara vez se hacen con pólvora. Se hacen con papel, con tinta, con la risa. El 22 de febrero de 1901, Caracas no ardió en llamas, pero sí en carcajadas. La juventud universitaria, ese ejército sin armas, desplegó su gran ofensiva simbólica: «La Apoteosis de........
© La Patilla
