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La Otra Cara: "La Planta Insolente y El Eterno Simulacro" Por José Luis Farías

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31.08.2025

No sin cierta vergüenza —una vergüenza leve, casi cómica, como la que se siente al ser sorprendido en un acto pueril del que uno ya debería haberse curado— debo confesar que fue en ese instante, ese preciso instante en el que escuché a Nicolás Maduro recitar con impostada solemnidad de actor amateur la proclama de Cipriano Castro contra el bloqueo de 1902, cuando sentí que algo en mí, una mezcla de perplejidad, ironía y un tenue escalofrío de irrealidad —esa clase de irrealidad que solo se siente cuando la historia se convierte en farsa—, me empujaba de nuevo a mi biblioteca.

No era la primera vez que acudía allí, es mi abrigo, —esa biblioteca, que en realidad es menos un lugar que una zona de sombras familiares, un refugio de voces que murmuran a través del papel—, pero esta vez lo hacía con una suerte de urgencia escéptica, como si necesitara contrastar lo que acababa de oír con lo que realmente ocurrió. Fui, como era natural, a los nombres conocidos: Manuel Rodríguez Campos, Irene Rodríguez Gallad, Sullivan, la compilación dirigida por Elías Pino Iturrieta (una compilación sólida, por momentos brillante), entre otros, y, por supuesto, las dos joyas inevitables, o eso me parecen a mí: “El hombre de la levita gris”, del sobrio pionero Enrique Bernardo Núñez, y “Los días de Cipriano Castro”, del íntegro y casi siempre melancólico don Mariano Picón Salas.

Pero, como suele pasar, terminé quedándome con este último. No sé si fue por afinidad generacional (aunque no somos de la misma generación), por afinidad ética (que sí lo somos), o simplemente por ese extraño consuelo que uno encuentra en los autores que escriben como si no pretendieran salvar a nadie. El caso es que me quedé con don Mariano. Porque —y esto quiero decirlo con todo el respeto que merece el resto de autores— hay en Picón Salas algo que escapa a la categoría de historiador a secas, algo que lo convierte, más bien, en una suerte de testigo lúcido, incluso cuando habla de lo que no vio. Esa prosa suya —tan venezolana, sí, pero también tan universal; tan cargada de ironía culta y de una melancolía que no es resignación sino lucidez— es quizá la más capaz de decir lo que había que decir sobre aquel episodio tragicómico, grotesco, perfectamente venezolano, sin caer ni en la caricatura ni en el panfleto patriótico. Es decir: con verdad.

Y aquí estoy. Tratando de glosar lo inglosable. De ponerle palabras —como quien se obstina en cazar humo con las manos— a una escena que no es tanto historia como teatro, y no tanto teatro como delirio: la escena de un caudillo militar, Cipriano Castro, que al tiempo que proclama la dignidad nacional con frases de opereta, encarcela súbditos extranjeros con el mismo método con el que mandaba azotar a sus enemigos domésticos: el infame “plan de machete”. Todo bajo la atónita mirada de un diplomático estadounidense, Mister Bowen, que asiste a la escena como quien presencia una tragedia griega interpretada por una troupe de circo. Modo represivo —llamémoslo así, si se quiere, aunque quizá deberíamos decir simplemente «modo habitual», o «el viejo reflejo del miedo»— que, con sus aportes originales (originales, sí, pero sólo en la forma, nunca en el fondo), reproduce cada día, como una letanía, como una misa sin fe pero con fervor, el mismo que que se obstina en recitar ahora la proclama candente de Castro. Con la convicción del fanático y la desesperación del impostor: como si en esas palabras, en esa repetición ritual, se escondiera una forma nueva de exorcismo, una salvación última contra la amenaza extranjera, esa amenaza que cambia de rostro pero no de función, porque lo que importa no es el enemigo sino la necesidad de tener uno.

Lo que viene a continuación —conviene advertirlo desde ya, para que nadie se llame a engaño— es muy poco mío. O, mejor dicho, no es mío más que en parte, y en la parte menos sustancial: algún que otro subrayado aquí, un giro reescrito allá, un par de flechazos propios lanzados con más entusiasmo que puntería. El resto, lo esencial, lo que da cuerpo y sentido al texto, es mi glosa sobre lo que pertenece a don Mariano. Sí, a don Mariano: el verdadero autor, el que escribió como nadie, y sin quien nada de esto sería posible ni tendría razón de ser. Yo solo paso en limpio. O al menos eso intento.

La Proclama y el Teatro de la Farsa

Pero vayamos al principio glosando la narración de don Mariano.

Todo empieza con una carta. Siempre hay una carta. En este caso, la carta del propio Castro, escrita el 6 de diciembre al director de “La República”, en la que alerta —o más bien dramatiza— sobre el inminente ataque de potencias extranjeras. En ella, entre resabios de lenguaje militar y coqueteos con la retórica patriótica, el Presidente dice que “se resiste a creer” en la amenaza, porque no puede concebir que “naciones civilizadas” recurran a la fuerza. Pero claro, ya lo sabe. Lo sabe desde antes de escribirla. Como también sabe que esa incredulidad no es más que teatro, el prólogo necesario para construir el relato del agravio.

El 7 de diciembre, el Ministro de Relaciones Exteriores, el doctor Rafael López Baralt, es arrancado de su justo descanso dominical para recibir las notas de Inglaterra y Alemania. Lo hace —escribe él mismo con una mezcla de dignidad herida y resignación altiva— sólo movido por un sentimiento de “cortesía de mi parte”. El 8 lo pasa entero redactando una respuesta tan elegante como inútil: un ultimátum no se responde, se sufre.

El martes 9, en La Guaira, la niebla matinal envuelve el puerto como un mal presagio. La escuadra aliada aparece en el horizonte como una lección de historia con forma de amenaza. Nuestros barcos —esa flotilla espectral y mestiza que olía más a plátano y a sudor que a pólvora— apenas si merecen el título de escuadra. Pero allá van: el Panther, alemán, se acerca con su acero gris y su silueta de cigarro encendido. Tropas desembarcan. Se apoderan del Margarita, del General Crespo, del 23 de Mayo, de El Totumo. Se llevan el dinero, las calderas, las máquinas… hasta las hojas de plátano con que alimentaban a la tropa. Es un saqueo, sí, pero también es un ritual. Un castigo. Una humillación.

Y entonces, como en una tragedia escrita por Valle-Inclán y dirigida por Buñuel, llega la venganza del caudillo. Castro ordena la detención de todos los súbditos alemanes e ingleses en Caracas. No se contenta con encarcelarlos: los envía a La Rotunda bajo el “plan de machete”. Aquello, que siempre se reservaba para los peones y los revoltosos, ahora se aplica a comerciantes de ojos claros y trajes oscuros. Para Mister Bowen es un escándalo; para Castro, un acto de justicia poética.

Las calles de Caracas hierven de indignación, sí, pero también de confusión. Los estudiantes de Derecho mitinean con discursos que nadie entiende, invocando la Doctrina Monroe como si fuese un conjuro. El pueblo escucha, desconcertado. No hay sindicatos, no hay obreros organizados, no hay masa crítica: hay, en cambio, oradores y poetas. Siempre hay poetas. Hablan del “leopardo inglés”, del “águila prusiana”, de los «bárbaros del norte». Y por supuesto, como en toda buena historia venezolana, aparece un Borges. Carlos Borges, poeta bohemio y futuro cortesano, grita al pueblo como si el verbo bastara.

¿Y todo esto para qué?

Para que, más de un siglo después, otro Presidente, igual de teatral pero menos culto, saque del cajón la vieja proclama y la lea en televisión como quien recita un conjuro contra la realidad. Porque si algo hemos aprendido es que la historia, cuando no se comprende, se repite. Pero cuando se interpreta como sainete, se convierte en farsa.

Y Venezuela, ay, hace tiempo que oscila entre las dos … Entre la tragedia que no termina de matarnos, y la comedia que no termina de hacernos reír. Esa es, quizás, nuestra forma más fiel de habitar el tiempo: no tanto vivirlo como representarlo. Como si la única manera que tuviéramos de soportar la historia fuera disfrazándola de teatro. Un teatro pobre, con telones raídos y actores improvisados, pero teatro al fin.

Porque lo de Castro no fue excepcional. Fue, en todo caso, un ensayo general. El primer acto de un libreto que se ha representado —con variaciones menores, con acentos distintos, con escenografías más o menos decadentes— una y otra vez. Cambian los nombres, cambian los enemigos externos, pero el guion se repite: el agravio como excusa, el castigo como espectáculo, el pueblo como espectador cautivo. Y siempre, siempre, un líder que confunde la patria con su sombra.

Volver a Picón Salas no fue, entonces, un gesto nostálgico. Fue una urgencia. Porque él sabía —y lo escribió, y lo advirtió, y lo lamentó— que el drama venezolano no estaba hecho de grandes batallas ni de ideas luminosas, sino de pequeñas imposturas, de gestos huecos, de retóricas vacías que, sin embargo, arrastran consigo generaciones enteras y llegan en grotesco hasta hoy. Picón Salas no fue un profeta, pero sí fue un testigo lúcido. Y en esta tierra nuestra, la lucidez es una forma de resistencia.

Así que aquí estamos: atrapados en el eco de una proclama centenaria, escuchando a un Presidente que finge ser actor, encarnando a otro que fingía ser héroe. Mientras tanto, el país sigue su curso —o su extravío— entre la inflación, el exilio, el hambre, la represión, el simulacro y la desmemoria. Y uno, que se empeña en escribir, no sabe si está haciendo historia o simplemente garabateando los márgenes de una tragedia que ya nadie quiere leer.

Pero igual se escribe. Aunque sea por testarudez. O por vergüenza. O porque, como dijo Picón Salas —el verdadero, el necesario—, “hay horas en que escribir es una forma de no claudicar”.

Y esta, sin........

© La Patilla