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La otra cara: "La Comedia de las Legitimidades" Por José Luis Farías

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24.08.2025

Los Muertos que no Mueren. La Ironía de la Historia

Juan Vicente Gómez murió dos veces. La primera, el 17 de diciembre de 1935, cuando su cuerpo dejó de funcionar. La segunda, mucho más difícil, cuando Venezuela intentó matar su legado. Esta segunda muerte aún está pendiente.

Lo decía Faulkner, ese sureño obsesionado con fantasmas: «El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado». Gómez lo demostró: llevaba veintisiete años gobernando Venezuela, y no iba a abandonar el poder solo porque su corazón hubiera dejado de latir. Ahí seguían, tercamente erguidas, como si el tiempo no las hubiese rozado, las instituciones que habían dado forma —y justificación— al armazón legal de aquel régimen. No eran sólo estructuras de poder: eran símbolos, recuerdos vivos, inercias enquistadas en la médula de un país que fingía haber cambiado sin haber cambiado del todo. Era un enjambre, sí. Un enjambre espeso, confuso, a veces violento, hecho de inercias coloniales, de costumbres autoritarias, de miedos heredados, de silencios cómplices, de gestos aprendidos durante siglos de sumisión disfrazada de orden. Un enjambre a través del cual —a duras penas, con tropiezos, con retrocesos, con heridas— debían abrirse paso las ideas de ciudadanía, de modernidad, y esa vieja pero frágil herencia de civilismo que algunos habían intentado sembrar, casi siempre contra la corriente, desde los días fundacionales de la República; en suma, las ideas de democracia y de justicia social. Porque eso era también la historia: una lucha entre lo que se quiere ser y lo que se es, entre la luz de un proyecto y la sombra de su fracaso, entre la esperanza de una ruptura y el peso —a veces insoportable— de la continuidad.

Desmantelarlas no sería una operación rápida ni limpia: sería una guerra lenta, subterránea, plagada de resistencias sutiles y también brutales, porque nadie renuncia sin lucha a lo que cree suyo por derecho, aunque ese derecho esté manchado de miedo, de silencio o de sangre.

Pero hubo un paréntesis luminoso. Aquellos dieciséis meses—entre diciembre de 1935 y marzo de 1937—constituyen uno de los periodos más extraordinarios y menos comprendidos de la historia venezolana. Fue un instante de apertura, sí, pero sobre todo fue un experimento fallido de exorcismo colectivo.

Venezuela descubrió que podía debatir sin matarse. Descubrió que tenía una opinión pública, que existía algo llamado «sociedad civil» y que podía organizarse en gremios, sindicatos y partidos, que las palabras podían ser más poderosas que los fusiles. Que había reclamos que hacer, sí, por supuesto que los había —y no pocos, y no pequeños—, pero no era solo cuestión de levantar la voz o de agitar banderas o de repetir eslóganes vacíos. No. Era algo más hondo, más difícil, más incómodo: era, sencillamente, el momento de ponerle la mano en el pecho al autoritarismo como lo hizo el 14 de febrero. No para derribarlo a gritos ni para incendiarlo con furias pasajeras, sino para detenerlo, para decirle basta, para recordarle —y recordarnos— que había una línea que no se podía seguir cruzando sin perderlo todo. Porque a veces el verdadero acto de coraje no consiste en desafiar con estrépito, sino en oponerse en silencio, en decir no cuando todos callan, en mantenerse de pie cuando lo fácil es rendirse. Y ese momento, aunque muchos no quisieran verlo, había llegado. Fue el momento en que los venezolanos miraron al abismo y el abismo devolvió la mirada, pero alguien apartó la vista primero.

La Transición Pactada: Entre el Miedo y la Sensatez

El general Eleazar López Contreras, el protagonista principal, fue al mismo tiempo el arquitecto y el enterrador de aquella primavera. Expulsó a 47 opositores «por comunistas» el 13 de marzo de 1937, pero antes había permitido que floreciera algo que parecía democracia.

Los veintisiete años de Gómez no podían borrarse de sopetón. Esta es la verdad incómoda que muchos no querían oír entonces y que algunos no quieren oír ahora. Las dictaduras no son paréntesis: son capítulos que reescriben el alma nacional, que interrumpen, pero no por siempre la marcha hacia la libertad. Ahora lo que quedaba —lo que en realidad gobernaba— no era tanto una dictadura de hombres como una dictadura de la memoria: una memoria tramposa, selectiva, construida a base de silencios y medias verdades, erigida más para ocultar que para recordar. Bajo su imperio no se gritaba, pero tampoco se hablaba; se vivía como si el pasado no pesara, cuando en realidad lo hacía como una losa. Porque detrás de ese silencio no había paz, sino miedo: miedo al pasado, sí, a su resurrección incómoda, encarnada en Eustoquio Gómez, a sus cuentas pendientes, a sus fantasmas; pero también miedo al futuro, a ese territorio incierto donde las certezas heredadas se desmoronan y uno ya no sabe si camina hacia la redención o hacia otro abismo disfrazado de esperanza.

La transición venezolana fue un proceso más lento que las ansias de los sectores más desbocados. He aquí una verdad profunda: la democracia no se construye con impaciencia, sino con paciencia; no con rupturas traumáticas, sino con transiciones inteligentes. Y sin embargo, a pesar del miedo —ese miedo viscoso, ancestral, que no se grita pero se hereda—, y a pesar de las dudas —esas que carcomen más que el propio enemigo—, hubo dieciséis meses en los que algo se quebró, o al menos pareció quebrarse. Dieciséis meses en los que la gente habló, alzó la voz —no siempre a gritos, a veces apenas con un murmullo, pero suficiente—, y sacudió de sí el polvo del conformismo, el lodo de la costumbre, el peso de la resignación. No llegaron lejos, o no tanto como soñaban, o no tanto como hubieran querido en los días de más fervor como el 14 de febrero, los de las jornadas de junio o los transcurridos durante la huelga petrolera. Pero llegaron. Avanzaron hasta donde les dieron las fuerzas, o hasta donde les alcanzó el valor, o hasta donde pudieron sin traicionarse del todo. Tal vez —nadie lo sabe— se detuvieron no por cansancio, sino por una forma extraña de satisfacción: no la de quien lo ha conseguido todo, sino la de quien, por una vez, se ha atrevido.

¿Fue aquella una transición exitosa? Buena........

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