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La otra cara: "El sueño de los que no saben soñar juntos" Por José Luis Farías

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En los corredores ásperos, llenos de polvo y retórica, de esa historia que América Latina se empeña en reescribir con sangre y discursos, hay escenas que, como espectros cansados, vuelven una y otra vez, encarnando la tragicomedia de nuestras derrotas: los exiliados —con sus trajes raídos, sus papeles manchados de café y ambición, sus ideas inflamables— se congregan, discuten con furia y esperanza, conspiran como si el mundo aún pudiera torcerse con voluntad, y acaban, inevitablemente, por dispersarse, ahogados en el humo de sus propias pasiones.

Cada generación —es un mal endémico, una dolencia que parece genética— revive el sueño del derrocamiento como si fuera una religión sin dios: cargan la cruz de la revolución sin preguntarse por la resurrección. Pero ese sueño —ardiente, sí, pero ingenuo— se estrella, una y otra vez, contra la muralla infranqueable del ego: la personalidad, ese demonio caprichoso que convierte a los camaradas en enemigos, a los ideales en manías, y a los manifiestos en excusas para el insulto.

Corría el año de 1922 —época de grandes fracasos y pequeños heroísmos— y la ciudad de Nueva York, ya por entonces convertida en una Babilonia moderna donde los idiomas se mezclaban y los anhelos se confundían, fue el escenario improbable de una asamblea de opositores al general Juan Vicente Gómez, uno más de esos caudillos tropicales que la historia parió con la regularidad de las lluvias y la impunidad de los ciclones. En una sala mal iluminada, entre cafés fríos y declaraciones exaltadas, se reunieron los disidentes. Entre ellos, el general Emilio Arévalo Cedeño, hombre de palabra y pólvora, de fe tenaz y melancolía inevitable, dejó testimonio escrito de aquel encuentro: páginas que no sólo registran los hechos sino también el tono —a veces grave, a veces vibrante, siempre herido— de quien ha luchado con armas pero también con sueños rotos.

Ese documento, rescatado por el doctor Ramón J. Velázquez en el cuarto volumen de “Memorias de Venezuela”, es más que una crónica: es una confesión. Y acaso también, aunque no lo sepa, una elegía por una América Latina que no termina de encontrarse consigo misma. Un testimonio que dado su valor histórico me permito glosar y comentar.

La Trinchera del Exilio

La escena está montada en un modesto apartamento neoyorquino, propiedad del doctor Francisco H. Rivero, convertido por la necesidad en clínica, sala de guerra, y cuartel revolucionario improvisado. Como en tantas otras reuniones de opositores en el exilio, no se trataba de un órgano político ni de una estructura con jerarquía formal, sino de un aquelarre de vanidades, agravios antiguos y proyectos inconexos. Asistieron médicos y generales, abogados y caudillos de la derrota, todos autoproclamados indispensables. Faltó, significativamente, el general Ayala, quien, según Arévalo Cedeño, estaba enfermo. Pero su ausencia física no fue impedimento para que su nombre pesara como presencia moral; él, dice Arévalo, encarnaba la unidad, esa palabra cada vez más lejana de su contenido.

Desde las primeras líneas de su relato se percibe la tensión. Arévalo habla primero. Su intervención no es la de un orador, sino la de un militar que ha venido desde la frontera con el barro de la selva todavía en los zapatos, trayendo un inventario escueto: cuatrocientos fusiles sin parque, una frontera aún cruzable, una ciudad —San Fernando de Apure— que puede tomarse si se consigue un poco de dinero y, sobre todo, decisión. Habla, como quien relata un parte de guerra, sin adornos, y espera respuestas igualmente pragmáticas. Pero lo que recibe es sospecha. El general Régulo Olivares —de quien ya se sugiere que es el tipo de revolucionario que se opone a todo menos a su propio derecho a disentir— lo contradice. Asegura que en Colombia no se consiguen fusiles. Y aunque la disputa parecería, en apariencia, un detalle logístico, lo que está en juego es el honor, la credibilidad de quien ha estado en la línea de fuego. Arévalo, sin rodeos, estalla: “¿De manera señor que yo soy un embustero?”.

Este primer choque revela más que un desacuerdo táctico. Es la exposición de una fractura crónica: el exilio, que debería unir en el dolor de la patria perdida, se vuelve campo de batalla por la autenticidad del sacrificio. ¿Quién ha sufrido más? ¿Quién ha dado más? ¿Quién tiene derecho a liderar? Cada respuesta a esas preguntas lleva implícita una acusación. «El Tuerto Olivares», que así lo llamaba Eustoquio Gómez, enfrentado ahora también al doctor Ortega Martínez, recibe una andanada aún más directa: “usted dijo que cuando nosotros invadiéramos, usted iría detrás echándonos plomo”. La acusación no es sólo grave —rozando la traición— sino emblemática: revela la dimensión tragicómica del opositor profesional, capaz de sabotear cualquier plan que no haya emanado de su propio escritorio.

Arévalo, que en su texto muestra la extraña mezcla de humildad táctica y orgullo personal de los jefes militares sin ejército, observa con claridad el........

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