menu_open Columnists
We use cookies to provide some features and experiences in QOSHE

More information  .  Close

La Otra Cara: "El Plebiscito. La Farsa que Anticipó el Derrumbe de la Dictadura" (I) Por José Luis Farías

6 0
previous day

Desde los tiempos inmemoriales de la política y los designios humanos, se sabe que el desconocimiento de la voluntad popular opera como un veneno lento que se filtra por las venas del régimen que osa desoírla. En Venezuela, esta verdad se ha repetido con la terquedad de un eco que no se cansa de resonar en cada pliegue de nuestra historia. Cada vez que se ha pretendido silenciar la voz del pueblo, el resultado ha sido una tempestad de consecuencias dramáticas, un desfile de sufrimientos y desilusiones que parecen no tener fin en su penoso recorrido.

El destino, en su ironía más cruda y certera, se ha encargado de recordarnos que la democracia no es un simple concepto abstracto sino un pacto sagrado que, al quebrantarse, desata fuerzas invisibles capaces de arrasar con todo lo que encuentren a su paso. En este teatro de lo absurdo, el pueblo se convierte en espectador de su propia tragedia, mientras los hombres del poder juegan con sus sueños y esperanzas como si fueran piezas de un ajedrez perverso, moviéndolas según su conveniencia en el tablero de la nación.

Y así, en cada capítulo de esta historia que se repite con variaciones dolorosas, el desconocimiento de la voluntad popular se revela no como un simple error político sino como una sentencia autoimpuesta que, tarde o temprano, conduce a la ruina inevitable. Como si se tratara de un designio bíblico o de una maldición ancestral, los regímenes que ignoran el clamor de su pueblo están condenados a escribir su fin con tinta invisible, sin darse cuenta de que cada acto de desprecio a la voluntad popular es un paso más hacia su propio ocaso, en un ciclo que parece repetirse con la precisión de un mecanismo de relojería cósmica que nadie puede detener.

La Fórmula del Fraude Electoral

Todo régimen dictatorial, cuando empieza a sentir que el suelo se le resquebraja bajo los pies, busca desesperadamente una fórmula que le permita simular legitimidad sin arriesgar el poder. La de Marcos Pérez Jiménez no fue una excepción. Tras la amarga lección del 30 de noviembre de 1952 —cuando las elecciones se le volvieron en contra y tuvo que recurrir al fraude descarado para mantenerse en el poder—, la dictadura venezolana se dedicó a pensar cuál podría ser una forma de consulta popular que revistiera la apariencia democrática, pero que no le hiciera correr el riesgo de otra derrota.

La idea, según documenta el expresidente Luis Herrera Campins en su obra «1958: Transición de la dictadura a la democracia en Venezuela», fue generada por la modalidad del plebiscito establecido en Colombia a raíz de la caída de Rojas Pinilla. Resulta revelador —y aquí hay que insistir en el dato con la obstinación del historiador que ha encontrado una pieza clave— que en ese tiempo no se hablaba en ninguna parte de América Latina de plebiscitos, salvo en Colombia. Allí, los dos partidos históricos, el Conservador y el Liberal, se habían comprometido a convertir en letra constitucional un pacto de alternación política que garantizaría a una y otra fuerza el poder por espacio de cuatro periodos, es decir, dieciséis años. Para lograr este objetivo, se propuso una disposición plebiscitaria que recibió aprobación mayoritaria.

Pérez Jiménez, siempre atento a los modelos que pudieran servirle para perpetuarse, vio en el mecanismo colombiano una luz para salir del atolladero político en el que se encontraba. Se había apresurado a prometer que, para el 1 de enero de 1958, ya estaría elegido el presidente de la República para el quinquenio 1958-1963. El plebiscito, como lo había sido en Colombia, parecía ofrecerle la herramienta perfecta: una consulta directa, sin intermediarios partidistas, donde él podría presentarse como el hombre fuerte que necesitaba el país, por encima de las divisiones políticas.

Así se concibió un proyecto de ley de elecciones fundado sobre una consulta plebiscitaria. Era un mecanismo astuto: en lugar de enfrentarse a los partidos en una elección convencional —donde la oposición podría unirse y presentar una alternativa clara—, el plebiscito le permitiría reducir la complejidad política a una simple pregunta binaria: ¿Está usted conmigo o contra mí? En un régimen donde la disidencia estaba perseguida, los medios de comunicación controlados y el aparato estatal al servicio del poder, la respuesta parecía previsible.

Pero aquí, como tantas veces en la historia, la astucia se topó con la realidad. Lo que Pérez Jiménez no anticipó fue que la oposición —fraguada en años de clandestinidad, exilio y resistencia— reconocería el plebiscito por lo que era: un instrumento de perpetuación disfrazado de democracia y llamara a la abstención. Y que el pueblo, aunque amordazado, no estaba dispuesto a aceptar otra farsa electoral.

La paradoja es que el plebiscito —diseñado para salvar a la dictadura— terminó siendo uno de los detonantes de su caída. Porque al mostrar hasta qué punto el régimen estaba dispuesto a manipular las reglas para mantenerse en el poder, activó la última alarma entre los sectores que todavía dudaban: militares descontentos, empresarios recelosos, y una ciudadanía harta de simulacros.

Al final, la fórmula del fraude se volvió contra su inventor. Y el plebiscito que debía consolidar a Pérez Jiménez en el poder terminó acelerando su camino hacia el exilio. Su celebración el 15 de diciembre marcó el punto de inflexión para la caída del régimen siete semanas después. Como si la historia, una vez más, nos recordara que no hay maquillaje que pueda ocultar eternamente la verdadera naturaleza del poder.

El Disfraz del Poder

El Congreso Nacional se instaló el viernes 1 de noviembre, y ese día no hizo más nada, porque el fin de semana comenzaba y porque así son estas cosas: la política suele consistir en aparentar que se hace algo cuando no se hace nada, o en no hacer nada para que parezca que se hace algo. Pasó, pues, políticamente reducido, la constitución formal de las cámaras; el día 2 no hubo sesión, y el 3, domingo, «la jornada fue de modorra —escribe José Rodríguez Iturbe en su poderosa «Crónica de la Década Militar»—: prolongados almuerzos dominicales y aseveraciones rotundas de firmeza y confianza en los conciliábulos más sociables que políticos, más plutocráticos que aristocráticos, de la cúpula oficial.Y llegó el lunes 4. Se descorrió el telón. El actor principal entró en escena en el tinglado que Vallenilla Lanz había llamado el “nuevo escenario”. Pérez Jiménez comenzó a hablar con puntualidad militar —las seis y media en punto de la tarde— ante las dos Cámaras reunidas en sesión conjunta.»

Y aquí conviene detenerse, porque este momento no es sólo un momento histórico, sino también teatral: o quizás es histórico precisamente porque es teatral. La dictadura venezolana de Marcos Pérez Jiménez —como todas las dictaduras, como todo poder que se sabe ilegítimo y por eso necesita disfrazarse de legítimo— era en el fondo una puesta en escena, un enorme y elaborado montaje cuyo objetivo era convencer a todos —y primero a sí misma— de que no era una dictadura, sino otra cosa: una democracia distinta, una democracia moderna, eficaz, autoritaria, pero al fin y al cabo democracia. O algo así.

El gran intelectual de la función —el dramaturgo oculto— era Laureano Vallenilla Lanz, hijo de otro Laureano Vallenilla Lanz que había sido el intelectual del régimen de Juan Vicente Gómez, lo cual no deja de ser significativo: las dictaduras se repiten, y también sus intelectuales. Vallenilla Lanz (el........

© La Patilla