La Otra Cara: "El Pacto de Nueva York. La Paradoja Congelada" Por José Luis Farías
La famosa fotografía de Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba y Rafael Caldera, tomada en Nueva York el 23 de enero de 1958, por un reportero gráfico desconocido del The New York Times, en el apartamento de Ignacio Arcaya en los alrededores del Central Park, uno de los íconos del nacimiento de la democracia venezolana, no es sólo una imagen: es una paradoja con una compleja historia detrás.. Captura el instante preciso en que tres hombres que habían sido adversarios políticos irreconciliables decidieron mostrar, o tal vez aparentar, su reconciliación; el momento en que tres políticos profesionales comprendieron que su deber no era ganar, sino ceder; la fracción de segundo en que el interés general se impuso a las ambiciones particulares y Venezuela dejó atrás la barbarie para entrar, por fin, en el camino de una nación democrática.
La imagen, que capturaba un momento crucial en la historia política de Venezuela –aquel instante precario y fundacional en que el país emprendía su transición de la dictadura a la democracia–, se dio a conocer cinco días después, el 31 de enero, cuando la revista “Momento”, de la famosa Cadena Capriles dirigida por Miguel Ángel Capriles, la publicó a todo color en su portada.
Aquel retrato era mucho más que el registro de un encuentro: era un gesto elocuente, acaso involuntariamente simbólico, del llamado Pacto de Nueva York, que presagiaba una alianza inédita entre los tres grandes líderes de la unidad democrática. Los tres representaban los principales partidos políticos –Acción Democrática, COPEI y URD– y su acuerdo, fraguado en el exilio y sellado en aquel apartamento neoyorquino, pretendía tres cosas simples y a la vez enormes: respetar los resultados electorales, formar un gobierno de coalición y excluir a los extremistas –sobre todo al Partido Comunista– bajo la excusa de evitar la inestabilidad. Era el preámbulo de lo que después sería conocido como el Pacto de Puntofijo, y era también, sobre todo, una clara señal dirigida al pueblo venezolano: la señal de que el liderazgo político estaba dispuesto a preservar el régimen democrático que acababa de nacer, frágil y esperanzado, de las cenizas de la dictadura.
Era una fotografía en color, algo todavía infrecuente en la prensa venezolana de la época, y mostraba a los tres hombres de pie tomados de la mano en clara señal de unidad y compromiso, con unas sonrisas de satisfacción y triunfo, e el fondo expresiones serenas pero decididas, como si acabaran de cerrar un pacto no escrito pero irrevocable. Betancourt, con su rostro ancho y sus gafas de intelectual práctico; Caldera, con su aire de profesor sagaz; Villalba, con su mirada intensa de tribuno. En otra imagen del encuentro aparece detrás de ellos, la figura de Arcaya, anfitrión y testigo, completaba una escena que parecía condensar todas las esperanzas de una nación que empezaba a creer en su propia madurez política y no faltó la foto de los tres protagonistas chocando copas de champán para brindar por la huida del tirano.
La revista Momento, al publicarla, no solo daba una exclusiva: estaba construyendo el primer icono visual de la naciente democracia venezolana. La imagen llegaba a un país que aún respiraba el alivio tras la huida del dictador en la «Vaca Sagrada» rumbo a Santo Domingo donde el dictador «Chapita» Trujillo le daría asilo, aunque también olía a inestabilidad. Esos tres hombres en un apartamento de Nueva York estaban enviando un mensaje calculado: la democracia era posible, la unidad era un hecho, y sería la base de todo lo que vendría después.
El llamado Pacto de Nueva York –esa conversación privada hecha pacto público por la fotografía– contenía ya la esencia del posterior Pacto de Puntofijo: la voluntad de gobernar entre rivales, la renuncia a la victoria absoluta, el exclusionismo estratégico contra los extremos. Era, en el fondo, el acta de nacimiento de una democracia que se sabía frágil y que por eso mismo se dotaba de mecanismos de supervivencia. La fotografía, en su elocuente sencillez, mostraba el momento exacto en que los líderes venezolanos decidieron que la democracia no sería una simple alternancia en el poder, sino un proyecto de país construido sobre el consenso y la renuncia.
La Estrategia de Betancourt
Bajo el peso de una dictadura que se creía eterna, el país yacía en un letargo del que ninguna fuerza política podía despertarlo por sí sola. Las intentonas de fuerza sólo habían dejado un reguero de amargura y derrota. La unidad se erguía entonces como un conjuro necesario, pero imposible, como un espejismo en el desierto.
En el crepúsculo de 1955, mientras la tiranía de Pérez Jiménez endurecía su perfil de hierro, Acción Democrática inició una lenta reformulación. Tras la muerte de sus poetas y el fracaso de la vía putchista, Betancourt alumbró desde el exilio una estrategia de realismo tozudo y fe obstinada. Su memorándum pronosticaba que la crisis estallaría con la sucesión presidencial.
Con paciencia de relojero, propuso tejer un frente civil con URD y COPEI, dejando fuera a los comunistas, mientras se desprestigiaba al régimen por su inmoralidad y su petróleo entreguista. Era un plan que buscaba limar aristas viejas para forjar ententes nuevos, acumulando fuerza no con heroicidades instantáneas, sino con la lenta obstinación de quien sabe que los imperios se desmoronan primero por sus grietas.
Así, el interés por el encuentro palpitaba en el ánimo de todos los protagonistas, acelerado por la integración de la Junta Patriótica y el Frente Universitario, por las manifestaciones callejeras que empezaban a desbordar el miedo, por las protestas contra el fraude del plebiscito del 15 de diciembre, por los pronunciamientos de la Iglesia y los sectores empresariales y gremiales, y también por el levantamiento militar del 1º de enero y la crisis en el Gobierno con las renuncias de Vallenilla y la salida de Pedro Estrada, ese hombre que había convertido el terror en sistema de gobierno; aunque los testimonios apuntan a que Rómulo Betancourt fue el principal animador de la reunión de Nueva York, el hombre que tiró del hilo de aquella conspiración necesaria.
El Pacto Invisible
El 14 de enero, Betancourt había escrito al doctor Luis Herrera Campins, uno de los principales líderes de Copei en el exilio de Múnich, una carta donde afirmaba: «Con las Fuerzas Armadas anarquizadas y prácticamente en insurrección, y con un pueblo que se sacudió la apatía, parece claro que el régimen podrá sobrevivir precariamente por semanas o por meses escasos, pero no superará esta crisis.» Y luego añadía, con esa lucidez suya que a veces parecía profética: «Ahora ya tenemos que pensar en el futuro. Es un gran paso que las fuerzas políticas civiles nos hayamos comportado, en la práctica, con un sentido de entendimiento. Pero algo más serio y profundo debe hacerse. Soy de los más sinceramente convencidos, por mi propia experiencia en el gobierno, de que son la desunión y el canibalismo entre las fuerzas civiles lo que estimula y acicatea a las ambiciones de los ‘providenciales’. No basta, por consiguiente, esta unión ya soldada, aunque no se haya estipulado en fórmula escrita, para terminar con la tiranía actual. Debemos prevenir el riesgo de una crisis recurrente de ese mal en apariencia crónico de la autocracia y el despotismo en nuestro país.»
Tres días después, el 17 de enero, Herrera le respondía: «Las noticias que acabo de recibir de los compañeros de Caracas indican que sigue estacionario el asunto de Rafael Caldera, refugiado en la Nunciatura Apostólica, pues la dictadura se niega persistentemente a otorgarle el salvoconducto.» Detallaba la represión: compañeros capturados, familias tomadas como rehenes, una violencia que no cejaba pero que empezaba a parecer inútil, porque, como escribía Herrera, «se han despedazado los dos mitos de la fortaleza psicológica del régimen: el de la unidad de las Fuerzas Armadas en torno a Pérez Jiménez y el del terror simbolizado en Estrada.» Entonces Herrera coincidía con Betancourt en lo esencial: «La hora es oportuna, desde luego, para el entendimiento concreto de nuestros partidos, no solo para la coordinación de las tareas comunes a cumplir en esta fase agónica de la dictadura, sino sobre todo para garantizar una continuidad del entendimiento que haga posible un gobierno democrático en el porvenir.»
Pero ni Betancourt ni Herrera sabían que Rafael Caldera, el hombre del que hablaban, aquel sitiado en la Nunciatura, ya había logrado salir de Venezuela el 13 de enero, acompañado de funcionarios del Vaticano, rumbo a Nueva York. Caldera, apresado el 21 de agosto de 1957 por orden directa de Pérez Jiménez tras lanzar su candidatura presidencial—que había logrado reunir el apoyo de Acción Democrática y rechazado la del Partido Comunista—, había sido liberado en vísperas de Navidad por gestión de su amigo y compañero de estudios Laureano Vallenilla Lanz, Ministro de Interior, según narra éste en su obra «Escrito de Memoria». Tras el alzamiento del coronel Hugo Trejo el 1 de enero de 1958, donde resultaron apresados varios líderes copeyanos—entre ellos Godofredo González, quien tomó la radio de Maracay para incitar a la población a unirse al golpe—, Caldera decidió refugiarse en la Nunciatura Apostólica. De allí salió con un salvoconducto gestionado por el mismo Vallenilla Lanz, quien incluso le ofreció recursos económicos que el líder copeyano rechazó, para terminar viajando hacia el exilio neoyorquino. Ese viaje, casi novelesco, era la circunstancia que faltaba para que el encuentro de los tres grandes líderes—Betancourt, Villalba y Caldera—fuera por fin posible.
La historia a veces avanza así: a ciegas, por caminos laterales, mientras los hombres creen tejer su destino con hilos visibles, y en realidad lo hacen con hilos invisibles.
Caldera en el aire, cruzando el Caribe hacia su destino neoyorquino, viajaba con salvoconducto y acompañado de religiosos que actuaban como........
© La Patilla
