menu_open Columnists
We use cookies to provide some features and experiences in QOSHE

More information  .  Close

La otra cara: "Costuras de Asfalto: La Trasandina y el Perdón que Nunca Llegó" Por José Luis Farías

7 15
27.07.2025

El 24 de julio de 1925, es una fecha que sin alcanzar los ribetes históricos de la conmemoración de la Batalla Naval del Lago de Maracaibo o de los ecos repetidos del nacimiento de Bolívar, tiene una importancia que debería ir más allá de una nota de pie de página, pues de haber seguido otra deriva histórica, habría marcado uno de los cimientos del país moderno. Ese día, hace exactamente cien años, dos hechos paralelos se conjugaron para marcar una ruptura sorda en el largo y sombrío período del general Juan Vicente Gómez, quien gobernó a Venezuela como quien aprieta lentamente la garganta de un país, sin sangre visible pero con eficacia implacable.

El primero fue la inauguración definitiva de la Gran Carretera Trasandina, la obra que arribaba a San Cristóbal reunía 1.536 kilómetros de longitud que partían desde el corazón del centro del país y se extendía hasta las espaldas occidentales, lamiendo las faldas de los Andes hasta adentrarse en el Táchira, en ese entonces región estratégica y sentimentalmente compleja para Gómez, militar tachirense por nacimiento pero centralista por ambición. El segundo hecho, menos tangible en piedra y brea pero acaso más duradero en las emociones colectivas, fue el inicio de una amnistía general que tuvo un episodio festivo que se denominó entonces “la reconciliación de la familia tachirense”: una especie de amnistía disfrazada de gesto paternal, con el regreso de unas veinte mil de veinticinco mil familias tachirenses desterradas desde 1913, cuando Eustoquio Gómez asumió el poder el estado Táchira y limpió a su tierra natal de rivales, antiguos aliados, periodistas, comerciantes y clanes enteros cuya sola presencia comprometía su autoridad emergente. Un terror que respondía a otro terror: el que infundía sobre el Gobierno la sombra del expresidente Cipriano Castro

La Trasandina y la Reconciliación del Pueblo Tachirense

Ambos hechos, vistos desde la perspectiva del centenario, parecen dos caras de una misma moneda: el intento de coser un país cuyas costuras venían desgarradas desde la Guerra Federal y que la autocracia gomecista pretendía reparar no con democracia sino con cemento, asfalto y lazos familiares reconstituídos bajo la égida del perdón calculado. Pero lo que podría haber sido el punto de inflexión de una dictadura hacia una forma menos cruda de despotismo ilustrado, terminó siendo más bien una pausa breve, muy breve, en el largo y sombrío régimen del “Benemérito”.

La Carretera Trasandina, al unir Caracas con San Cristóbal y demás ciudades interioranas del occidente, transformó para siempre el paisaje físico y político del país. No solo conectó las capitales regionales con el centro del poder, sino que permitió el flujo continuo —y supervisado— de bienes, soldados, ideas y también vigilancia. Era, en cierta forma, la cristalización del sueño positivista de los ingenieros militares que Gómez heredó del guzmancismo tardío: controlar el territorio es controlar la nación. Y mientras los obreros, peones y convictos redimibles abrían caminos entre riscos, laderas y sabanas infestadas de malaria, Gómez consolidaba su dominio de un país que ya no se definía por regiones aisladas, sino por su capacidad de ser recorrido. El recorrido entre Caracas y San Cristóbal se había reducido de veinticinco a cuatro días de viaje, una diferencia considerable en términos positivos para la economía del país como también de su control político y militar.

El simbolismo de la carretera era doble: por un lado, la modernización; por el otro, el control. Los Estados autoritarios construyen infraestructuras para simular la estabilidad. “Los puentes sobreviven más que los imperios”, decía Edmund Wilson, aunque no explicaba que muchas veces son precisamente estos puentes los que terminan legitimando los imperios a los ojos del pueblo.

Pero más interesante aún, y más sepultado por el polvo del olvido, fue el episodio de San Antonio, el pequeño poblado fronterizo donde tuvo lugar lo que los voceros de entonces llamaron la “reconciliación de la familia tachirense”. Allí, en una misa celebrada por el obispo de San Cristóbal y presidida por enviados especiales del general Gómez —que no acudió en persona, Eustoquio le había recomendado no asistir, pero envió su bendición por telégrafo— se registró durante días el ingreso de más de veinte mil familias: los exiliados, los proscritos, los desterrados de las primeras purgas gomecistas. Algunos habían sido apenas muchachos cuando fueron obligados a cruzar la frontera con Colombia; otros ya no estaban vivos. Volvieron con sus hijos, o con las cenizas de los padres en pequeñas cajas de madera. La escena pudiera ser descrita como “una misa de duelo y esperanza”.

¿Por qué Gómez permitió este retorno? Hay quienes desde cierta ortodoxia suelen ver en este acto un cálculo político: pacificar al Táchira, evitar un alzamiento regional que en varias ocasiones suponían a punto de estallar, y comenzar a cerrar el capítulo de las viejas guerras familiares que desde la Independencia dividían a los clanes andinos. El país que él deseaba no era uno de ciudadanos sino de súbditos reconciliados, de familias rotas que aceptaban el retorno bajo sus condiciones.

La amnistía iniciada en 1925 culminaría dos años después con la clausura de varias prisiones políticas —incluyendo la infame Rotunda de Caracas— y la liberación en 1927 de figuras como el........

© La Patilla