La otra cara: "Cinco Águilas Blancas" Parte II Por José Luis Farías
La Larga Noche del Gomecismo
Cuando lees las «Cinco Águilas Blancas» te queda la sensación de haber sido mordido por una serpiente, de haber tocado una verdad tan fría y tan nítida que parece imposible que haya existido sin haber sido vista antes. La obra de Humberto Tejera, pertenece a esa categoría, y no es difícil entender por qué. En sus páginas se dibuja, con la precisión de un fotógrafo y la agudeza de un historiador, la ruindad sin piedad de uno de los períodos más oscuros de la historia reciente de Venezuela: el gomecismo.
Las historias que Tejera nos deja no son largas ni elaboradas. Son fragmentos, estampas de un dolor casi inhumano, montadas como un mural hecho de recortes, como una memoria que se rehúsa a ser olvidada. En esas historias, la violencia no es algo lejano ni abstracto. Es cercana, tangible, como la sombra que se cuela por debajo de las puertas cuando llega la noche. Son relatos breves, pero tan llenos de la crueldad de la época que se clavan en el alma del lector con la misma urgencia que las agujas de un reloj contando la angustia de los años del régimen.
La pluma de Tejera se mueve con una destreza única, describiendo esos momentos como si, al escribirlos, también estuviera exorcizando los fantasmas de su propio país. Cada historia es un testimonio no solo del horror, sino también de la resistencia. Hay una constante en las voces que emergen de «Cinco Águilas Blancas»: la resistencia silenciosa de aquellos que, incluso bajo el yugo más feroz, no se rindieron. Quizá por eso, cuando lees, tienes la sensación de que el peso de la historia recae sobre tus hombros, como un peso invisible pero constante, como si de alguna manera todos fuéramos responsables de ese largo y doloroso silencio que acompañó al gomecismo.
Lo que sobresale, sin embargo, es la forma en que Tejera no juzga, no predica, no se sube al pedestal de la moralidad fácil. La crónica no es un sermón, sino un espejo. Y, como todo buen espejo, no te ofrece respuestas, solo te devuelve la imagen de tu propio rostro, aunque este esté roto y desfigurado por la memoria. La violencia de la dictadura no solo la sufren los cuerpos, sino también las almas, las conciencias, los sueños. A lo largo de las páginas de la obra, el autor hace que el lector se enfrente a esa dolorosa verdad: el gomecismo no fue solo una época, sino una marca que aún persiste en los pliegues invisibles de la sociedad.
La forma en que Tejera construye ese fresco es también notable. No busca construir una narrativa lineal, aunque es año tras año, sino una estructura que, como la historia misma, es discontinua, hecha de recuerdos que se cruzan y se superponen. Hay un ritmo caótico en su escritura, como el ritmo mismo de las injusticias y las represiones del régimen, una cadencia entrecortada que nunca deja al lector en paz. Sin embargo, esa disonancia tiene un poder insospechado, porque te obliga a recordar lo que tal vez quisieras olvidar. Es como si, al final, la obra de Tejera fuera también una condena, una sentencia que, al ser leída, exige que enfrentemos ese pasado sombrío con la misma intensidad con que lo vivieron aquellos que lo padecieron.
El título, «Cinco Águilas Blancas», no es casualidad. Las águilas son un símbolo de poder, de dominación, pero en el contexto de la obra, su blancura parece ser una ironía amarga. Porque, aunque el régimen de Gómez se presentaba como un ente fuerte y absoluto, al final sus víctimas nunca fueron las que se ensuciaron con la violencia, sino que fueron ellas las que permanecieron blancas, puras, a pesar de la suciedad que intentaba arrastrarlas. Son las víctimas, entonces, quienes emergen como las verdaderas águilas blancas de la historia: aunque aplastadas, nunca rotas.
En cada uno de los relatos de «Cinco Águilas Blancas», la sombra del gomecismo no es solo un recuerdo lejano, sino una herida abierta que sigue sangrando. La obra de Tejera no es solo un libro de historia; es un grito callado, una llamada a no olvidar, a no dejar que el pasado se disuelva en las aguas del olvido. Porque, como bien nos recuerda el autor, la larga noche de terror del gomecismo no terminó con su caída, sino que se quedó atrapada, en una forma u otra, en la memoria de todos aquellos que aún sobreviven en el país.
Quizá, al final, el mayor mérito de «Cinco Águilas Blancas» sea ese: que, al leerlo, uno no puede evitar pensar que aún estamos, de muchas maneras, en esa misma noche.
La Muerte Silenciada
En 1924, el doctor Luis Razetti, «uno de los pocos sabios que en Venezuela han sido —relata Tejera—», publica sus experiencias y observaciones profesionales, demostrando que Caracas es la ciudad «con mayor mortalidad infantil en el mundo entero». Y uno se pregunta, al leerlo, cómo es posible que una verdad tan brutal, tan devastadora, haya caído en el........
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