Filosofía, tripas y política
Para un trabajo académico que acaba de publicarse, he estado manejando algunos textos filosóficos acerca del (des)prestigio de la política. Hannah Arendt, hace varias décadas, se planteó si tal descrédito era propio de su época, -no quiero imaginar lo que diría ahora-. La filósofa concluía que «la pregunta por el sentido de la política y la desconfianza frente a ella son muy antiguas, tanto como la tradición de la filosofía política». Y en su apoyo traía, nada menos, que a Platón, aunque apreciaba precedentes en Parménides. Esta apreciación no la hacía sin perplejidad: esa corriente crítica, a menudo desesperanzada, se originaba en las polis, a las que aún tomamos como ejemplares, más allá de sus contradicciones y de la mezcla inextricable de pasiones y razones que regían su andadura. Pero Arendt, con su perspicacia habitual, deducía que si seguimos hablando de política, si deseamos saber qué política hay que hacer en pos de lo justo o de lo práctico, hay que tener en cuenta que aquella cosecha nos brinda la ocasión de comprender que «casi todas las determinaciones o definiciones de lo político que hallamos en nuestra tradición son, por su auténtico contenido, justificaciones». La política, así, no es el fin último sino los mecanismos para su propia legitimación: malestar, duda y esperanza han venido conviviendo, pegados al caparazón del poder. María Zambrano también comentaría: «Es curioso que la política exista aun en los casos en que se........
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