Cárteles con privilegios, territorios sacrificados
La relación entre el poder político y el crimen organizado en México no ha sido uniforme ni accidental: ha seguido lógicas de conveniencia, selección y control. Desde la década de 1970, los gobiernos federales y locales establecieron —de manera tácita o explícita— jerarquías entre organizaciones criminales, privilegiando a unas sobre otras según sus niveles de disciplina, utilidad o alineamiento político. Durante los años del régimen hegemónico del PRI, la llamada “paz criminal” se sostuvo en un pacto de administración territorial: el Estado toleraba ciertas rutas y operaciones a cambio de control y discreción. Los cárteles funcionaban como concesionarios de una economía ilícita regulada políticamente.
Con la apertura democrática y la alternancia partidista a partir del año 2000, ese modelo colapsó. La multiplicación de actores políticos rompió la verticalidad del control, y con ella, la posibilidad de un solo pacto nacional. Cada gobierno estatal o municipal comenzó a construir sus propias alianzas, a veces para protegerse, a veces para financiar campañas, y otras para disputar territorios. La ruptura del monopolio político abrió la competencia criminal: la violencia dejó de ser controlada y se convirtió en una herramienta electoral y territorial.
El vínculo entre gobiernos y cárteles ha tenido una dinámica selectiva, casi estratégica. No todos los grupos criminales han gozado del mismo trato: algunos fueron tolerados, otros perseguidos con saña. Los gobiernos priistas del último tercio del siglo XX privilegiaron a organizaciones con estructuras jerárquicas que mantenían la “disciplina del silencio” —como el Cártel de Guadalajara y, posteriormente, el de Sinaloa—, mientras que castigaban a grupos díscolos que alteraban la estabilidad regional.
Durante los sexenios panistas (2000-2012), la lógica cambió: la........





















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