Haití, ¿vale la pena involucrarse en una nueva fatalidad?
Uno de los más grandes quebraderos de cabeza de los países de la región se llama Haití. Es como un fantasma que va y viene a lo largo y ancho del continente. Un espectro que se niega a desaparecer. Y es así, porque -aunque se acepta que la crisis total es su estado natural- cuando las matanzas entre pandilleros ascienden a números molestos a la conciencia occidental, surgen las ansias de obligarse a hacer algo. Cualquier cosa.
Haití genera cansancio, fatiga y molestia. Especialmente, porque suman ya millones de migrantes que arrancan día a día del infierno y su adaptación a otras sociedades es dificultosa. Pero, muy especialmente, porque su crisis no tiene solución. Dentro del listado de asuntos imposibles de abordar está el hecho que nadie sabe con exactitud qué pasa en realidad en el país. No hay cifras fidedignas de nada. Simples estimaciones.
Esa es una de las razones del fracaso de las sucesivas misiones de paz. La más larga en el tiempo -y profunda en los deseos- fue aquella donde se involucraron masivamente algunos países latinoamericanos. Fue una misión de estabilización de la ONU llamada Minustah (2004-2017) donde Chile y Brasil fueron extraordinariamente activos. Movilizaron muchísimos recursos. Se percibió una pulsión genuina respecto a estar haciendo un aporte mayor a la seguridad internacional. Muchos pensaron en un éxito histórico.
La verdad es que, hasta el envío de la Minustah, la sola existencia de este vecino parecía ignorada. Sus pesares eran desconocidos o bien lejanos. Muy pocos lo consideraban un país genuinamente latinoamericano.
Por eso, Minustah generó optimismo. El esfuerzo fue complementado con un ejercicio adicional inédito. Se buscó darle “integralidad”. Organismos multilaterales colaboraron con entusiasmo a crear instituciones de gobierno y partidos políticos. Se alentaría a los haitianos a tomarle el gusto a elecciones reales,........





















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