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La Jueza Elara: Migrante del Infierno

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04.09.2025

«Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo.» – Isaías 5:20

En las profundidades abisales, donde el tiempo se disuelve en el tormento, la jueza Elara Vance padece el fuego infinito y eterno. Su cuerpo, ahora etéreo pero tangible al dolor, es un lienzo de heridas lacerantes que se repiten sin cesar. Cada fibra de su ser arde, y el tormento, lejos de menguar, se repite y se repite por toda la eternidad, en una repetición infinita y monstruosa que no concede tregua. De su alma emana un lamento incesante, un grito que clama clemencia y perdón, una y otra vez. Las lágrimas, calcinadas antes de caer, son el eco de un sufrimiento que no encuentra consuelo.

Desgarrada por la desesperación, implora piedad, pero su voz se pierde en la vorágine de su propio castigo. Esta agonía es la inexorable consecuencia de los actos que cometió en vida, cuando, llena de petulancia, se sentía superior, altísima, mejor y más sabia que todos. Nunca Elara Vance entendió que su salvación radicaba en la misericordia que pudo haber concedido a los hombres que condenó; por el contrario, no les otorgó piedad ni perdón, valiéndose astutamente para aplastarlos, denigrarlos y jamás conceder la razón a su defensa. José, el hombre que ella crucificó, se le presentó como su propio Cristo Salvador, una oportunidad para redimir su alma del infierno, pero ella, terca en su arrogancia y prepotencia, prefirió condenarlo que salvarse a sí misma. Nunca pareció Elara haber leído a José Ortega y Gasset y su máxima «yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo»; al no salvar su circunstancia, no salvó su alma.

Su clemencia no es escuchada; es el pago implacable por justicia divina, el merecimiento por las vidas que destrozó. Y en ese instante, una voz tan potente como un volcán retumbó en la negrura, la voz del mismo Satanás, quien la esperaba ansioso: «Te estaba esperando, Elara.» A partir de ese momento, su tormento se intensificó, un pago eterno por actos como los siguientes:

El nombre de la jueza Elara Vance no inspiraba temor, sino un profundo desprecio. La gente la veía con el repudio que se le tiene a una persona con su trastorno de la personalidad, de corazón podrido, una verdadera encarnación de la maldad sentada en el estrado. Su existencia en la judicatura era........

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