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¿Qué hacemos con los olvidados?

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Es peligrosa, e incluso trágica, la forma en que olvidamos. O, mejor dicho: la manera en que fragmentamos la memoria, no solo ante lo que nos incomoda, sino también en la comodidad de creer que tenemos la razón.

Colombia nace de una cocina tejida por siglos de mestizaje: desde los pueblos originarios que cultivaron maíz, arracacha y yuca, desarrollando sistemas agrícolas sabios y eficientes; hasta los españoles que trajeron cocidos y sopas que evolucionaron en sancochos. Con ellos llegaron los africanos esclavizados, que nos legaron el plátano, las frituras y los sabores potentes que hoy sentimos como propios.

Somos una nación de mezclas, de migraciones, de cocinas que se han ido entrelazando con el tiempo. Y, sin embargo, ese legado parece diluirse. La memoria se vuelve selectiva, veloz, cómoda. En nombre de la falta de tiempo, nos alejamos de lo que llevamos en el ADN. Olvidamos que la cocina fue refugio, trinchera y herencia. Y, al hacerlo, también nos alejamos de quienes hoy, literalmente, no tienen qué comer. Porque la identidad, esa que defendemos en los discursos, también está profundamente ligada a la seguridad alimentaria.

Según cifras recientes del DANE y la FAO, en Colombia más de 14........

© El Espectador