La bañera de los jabalíes
Hay algunas praderas del bosque que no aguantan ya tanto agua. Rodeadas de laderas enfermas de incontinencia estacional, las lluvias derraman un torrente sin fin sobre su planicie, abotargando todo aquello en un aquelarre constante de nunca parar. El agua que, como la muerte y la vida, todo lo alcanza, encuentra esos resquicios ínfimos e inesperados para colarse por el filtro que la tierra allí sedimentada ofrece. Capa tras estrato, el fluir cae lentamente por las entrañas de la pradera hasta encontrar una veta amplia y consolidada de roca impenetrable de donde nada se puede sacar. A veces constituido el piso por margas sedimentarias, otras por cualquier tipo de arcilla que puedan imaginar, el freno a la caída del agua convierte el subsuelo del pradal en una suerte de mar ignota e inesperada contenida bajo un océano de pinos felices de vivir allí, sostenidos por un dique profundo de negras pizarras o basaltos pulidos.
Claro que, a veces, el agua del mar oculto alcanza un límite no escrito, pues, como bien sabrán, todo en esta vida tiene un final. Llegado ese instante, el líquido incontenible rebosa por la superficie ofreciendo un espectáculo de frecuente olvido para quienes por allí pasean. Asomando por cualquier intersticio, las aguas empapuzan la pradera generando una suerte de pantano a medio camino entre un deleite para la cría de setas deliciosas y una trampa donde quedarse atrapado en un irrespetuoso barro que lo mismo engancha un corzo que atora el paso de la caballería del Tío Navacerrada. Todo caminante del bosque habrá sentido el abrazo suave y despreciable de esos........
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