Enseñando las raíces
A veces nuestros maestros, esa sabiduría albergada durante eones que nos muestra los caminos hacia la montaña que toque, tratan de confundirnos para que el espíritu crítico domine cualquier otra voluntad. Embebidos en la posesión del conocimiento, solemos agarrarnos a un dato, una evidencia incuestionable, y expulsar el debate que sea. Poco nos importa que, por muy atinada que sea la duda presentada, otro pueda puntualizar la senda del discurrir: sabemos que tenemos razón y no mostramos la más mínima debilidad en una posición que entendemos merecida. Supongo que eso trataba de decirme mi querido Maestro, don Francisco Otero, hace ya casi tres lustros.
Andábamos sentados en la plaza mayor de Segovia, justo a la sombra del balcón municipal, donde yace una terraza de todos conocida. Allí, frente a la mole catedralicia que una vez construyeran los segovianos durante siglos con esfuerzo sin par para que la iglesia se arrogara la titularidad en connivencia de un régimen político deleznable; allí, digo, gastábamos el Maestro Otero y éste que suscribe unos vinos al calor del recibimiento de la hornada correspondiente de estudiantes norteamericanos. Hablando de aquello y escuchando de lo otro, llegamos a la memoria paterna que tanta penumbra tiende a convocar en la proximidad, dejando paso a una luz de comprensión con los años posteriores a la pérdida. En mi caso, confesaba yo a mi Maestro lo mucho que mi señor Padre, don Sixto Juárez Marcos, criticaba mis exabruptos dialécticos, cargándome con el apelativo de........
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