El bramido del Arroyo sin nombre
Es tan profundo y gutural que suele detener el caminar del Sr. Bellette. Justo en la cárcava que forma al pasar el primero de los puentes de ladrillo que viven más allá de la fuente del Gurugú, el agua se encajona contra las raíces expuestas de un joven pino sentenciado. Arrancando la roja arcilla de un sedimento aplastado por milenios de deposición, el arroyo sin nombre asusta con su clamor hasta al más pintado. Mi Compadre, ya con poco miedo para atesorar, contempla el trasiego de una masa ingente de agua que no parece tener fin ni principio. Despechada y furiosa, la avenida gorgotea contra un roble asustado que trata de asir una raíz a la junta del camino, ya casi en la caída hacia el rastrillo. Allí, abierto el portillo en bostezo descomunal, un vómito voraz se desploma contra el cauce que asoma en la base de la cuesta descarnada que te ha de llevar hasta la deliciosa fuente de la Plata. Esta, al igual que sus hermanas, la fuente del Pino y la que una vez hubo en el Cebo, muestran un chorro tremebundo asomando por su caño reluciente y pulido de tanta agua como ha regalado en los últimos siglos. Ya no se acuerda del miserable hilillo que entrega al caminante en el estío, ni el azufroso y metálico mejunje que saca por su minúscula boca los meses otoñales de seco transitar. Llegado el deshielo anticipado, caño y bocacha, meandro y roquedal, puente viejo y pasadera, gozan de un pertinaz regalo que habrá de atemorizar a mi amigo segoviano que tuvo a bien nacer en Los Ángeles.
Y es que, una vez libera la montaña el agua que ha de alimentar........
© El Adelantado
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